(136 páginas. 16 €. Año de edición: 2017) |
Si transmitir los sentimientos acerca del paso del tiempo (uno de los temas más importantes de la literatura universal, como bien se indica en el epílogo firmado por Fernando Marías), asociándolos con los recuerdos de infancia y recuerdos a tus padres ya es asunto complicado incluso para una novela, hacerlo a través de imágenes, el mérito se multiplica. Este volumen, cuyo tamaño es más apaisado que alargado, y cuyas páginas tienen el punto justo de satinado para que dé placer pasar páginas, es un tratado redondo de la intimidad.
Tres hermanos, José, Carla y Vicente, se reúnen en torno a la casa familiar de verano, la que construyeron prácticamente desde cero, y que ahora, un año después de la muerte del padre, tienen intención de vender. Antes quieren adecentarla, de ahí que incluso incorporen una pérgola, que su padre tuvo que instalar de mala manera porque sus hijos faltaron a su promesa de ayudarle.
El presente y el pasado se entrelazan de una manera tan sutil como un ligero tinte violáceo. Viñetas pequeñas, trazos suficientes y colorido apropiado, además de unos diálogos tan naturales que podríamos considerarlos realistas. Cada personaje tiene sus ocupaciones y preocupaciones, pero todos comparten esa sensación a medio camino entre la nostalgia y el arrepentimiento.
Uno se preguntará por qué se dejó morir cuando parecía que salía de lo peor de su operación, otro creerá que su padre era un egoísta porque no guardó el suficiente tiempo de luto al morirse su madre, otra se lamentará de que no haya visto más tiempo a su hija, Elena. Y revisitarán su pasado, sorprendiéndose de considerar como los más felices algunos momentos que entonces parecieron fútiles o improvisados.
No profundizaremos si al final venderán la casa o no (parece lo primero), y se nos mostrará de manera suficiente que el no poder conducir le dio la estocada definitiva al ánimo paterno, o que sí se enorgullecía de la carrera de escritor del mediano; en cambio, sí reconoceremos gestos mínimos como recoger o tirar los trastos viejos de una casa que se va a dejar atrás, trastos que no tienen ningún valor salvo el sentimental, el asociado a unos recuerdos personales.
Y reconoceremos que los refugios de la memoria son tan selectivos como aleatorios: desde subirte a las ramas de una higuera, a tomar un baño de agua fría con tus hermanos en un cubo de metal. La piel de la memoria es tan fina que basta un gesto o un movimiento para echar de menos. Más que enjuiciar a quienes se quiere (por razones de parentesco en este caso), esta obra nos insta a comprender y a valorar lo que se tuvo.
Una estructura imperceptible nos va a llevar desde el mediano a la pequeña, pasando entre medias por el mayor, para acabar con un cuarto acto en el que los tres (además de las respectivas parejas e hijos) se reúnen para cenar debajo de la pérgola, todo un homenaje a una de las pequeñas obsesiones paternas.
El inicio parte de los últimos momentos de la vida del padre (un mareo) y acaba con una conversación a medio camino entre el presente y el pasado entre dos jubilados, Antonio y Manolo, encuadrando el periplo de los hijos en las raíces familiares, una de las cosas que verdaderamente importan en esta vida.
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