(224 páginas. 17,90€. Año de edición: 2016) |
Fuera de lugar me ha dejado Fuera de lugar. Como viene siendo común en este autor proclive a relatar historias en los márgenes de lo que otros suelen contar, nos enfrentamos a una historia áspera, sucia, desconcertante, que te sitúa desde el principio en la incomodidad, pues nos enfrentamos a un grupo de personas que se dedican a hacer fotos a nenes para moverlas por los mercados clandestinos rusos, un poco antes de la imposición de internet a la manera de hacer las cosas. Ojo que se desvelan detalles de la trama.
La elegancia al nombrar lo que suele ser tabú (y más si se está refiriendo a desnudos infantiles: "había compradores en el Este dispuestos a pagar más que bien por fotos en las que aparecieran nenitos. ¿Lolitas de doce o trece? No, no, lolitas no. Nenitas no: nenitos. Varoncitos. Y de once, o de diez, o de nueve. O de ocho") es una muestra más del catálogo inacabable de registros de este hombre. No hay vuelta de hoja y por eso el primer párrafo es una inmersión descarnada: "En las primeras fotos, las del invierno, aparecían solamente los nenitos".
Este grupito inmundo de personas que deciden comerciar con niños desprotegidos aparecen de inmediato: el repulsivo y orgulloso cura Magallán, que da clases en un instituto que recoge a niños desarrapados; el fotógrafo Murano; Lalo ayudando con los encuadres; Marisa aportando la presencia femenina para dar tranquilidad y quitarle hierro al asunto; Nitti, el encargado en distribuir las fotos desde Chile hasta el Este, preferentemente Rusia.
El primer capítulo abruma por lo distanciado de todo el asunto. Se nos refiere fríamente, como si fuera un mero ejercicio de reportar una situación concreta, cómo se formó este grupito, cómo se dividen las ganancias, los ajustes técnicos de las fotos y las cuestiones prácticas para conseguir incrementar la demanda de los compradores. Apenas se intercalan algunas valoraciones por parte de Lalo, que "mostró hacia Magallán una aversión poco menos que instantánea (...). Asco les tenía a todos los curas, empezando por Wojtyla (...). Lo consideraba [a Magallán] una inmundicia humana, una bazofia de la peor especie. Le reprochaba desde el olor a humedad hasta la depravación sexual que descontaba en él". En fin, paradójico, como si este hombre no se hubiera vendido a un negocio inmundo o estuviera fuera de él, como intenta Murano, que parece justificarse desde su profesionalidad.
Aparece en el último párrafo del capítulo un nuevo integrante: Santiago Correa. Prosiguiendo con el tono casi de documental, se nos dice que Correa "manejaba, con su esposa, una hostería con balcones y paredes blancas en un borde silencioso del litoral. Su nombre era "El Remanso" y tenía vista al río". Kohan se permite un léxico más vulgar, más coloquial ("Cojieron como si estuviesen presos", sí, con 'jota'). Como ambos ven que gustan de las "heterodoxias sexuales" (bonito eufemismo), Marisa le cuenta lo de las fotos y deciden introducir una variación, y es incluir un adulto entre los nenitos:
"era sabido que existía una regla de probada eficacia para la pornografía: la regla de la proyección y la identificación del que mira (...). El que mira se deleita en parte con la sola contemplación del objeto de su posible deseo".
Teorías psicológicas al margen que son expuestas bajo el enfoque de Marisa, con Correa se incrementa esta mirada alterada de algo que se nos está mostrando como normal. Un tipo casado al que le gustan las mujeres se embarca en este proyecto desquiciado. Una cosa son las infidelidades que se pueden producir en sus múltiples viajes, otra es que la única preocupación de este hombre es que las fotos no circulen sino en lugares lejanos. Un ejemplo de cómo vaciar las mentes en exceso puede devenir en esto que se está narrando. Y es que se trata de un tipo que "No le gustaba demasiado leer (...); y en rigor de verdad no iba tampoco pensando en nada, llevaba la mente como se suele decir en blanco". Como no toca a los niños, parece operar la lógica de este tío, no hace nada malo.
En el capítulo tres se plantea una nueva variante, que propone Nitti. Conoce a Alfredo Cardozo, un tipo agobiado por deudas terribles, que tiene un sobrinito de cinco años llamado Guido, "rubiecito, muy rubiecito, ojitos claros, pálidos como el cielo de Holanda (...). Y tenía una enfermedad"; la enfermedad es una especie de autismo. Lo incluyen en una de estas sesiones fotográficas. Y ahí termina, abruptamente diría yo, el bloque titulado PRECORDILLERA.
LITORAL abre con Elena, la mujer de Correa. Se acortan los pasajes, que se alternan entre ella y su marido. Es la parte más intrascendente, y parece solo contar el distanciamiento de este matrimonio. Una dedicada a la hostería, de la cual no se movía, y a sus frutas, para cuya distribución contaba con los "Ranitas", que "manejaban rutas a Brasil". Lo más destacado es esa tensión de Correa para ocultar su doble vida, mientras su cándida mujer no se entera de nada. La aparición de internet destruye el negocio contado en PRECORDILLERA y la tranquilidad de Correa, que se dedica a revisar por las noches todo tipo de pornografía para asegurarse de que él no aparece. Ni siquiera la creciente tensión de saber que su mujer ha descubierto las tendencias pajeras de su marido rompe esta anodina parte compuesta de 58 capitulitos.
En CONURBANO volvemos a tener algo de intriga, y es que aparece Alfredo Cardozo muerto. Se ha suicidado. Antes incluso ha asesinado el gato de su última novia. Toma protagonismo su sobrino Marcelo Díaz, que se sorprende de la noticia y siente la necesidad de conocer más los motivos de ese suicidio que no se esperaba para nada. ¿Fue por la deuda que le ahogaba? Al arañar más, se entera de que había ganado una fortuna en el casino al jugárselo a todo o nada. Marcelo no puede entender que Alfredo se quite entonces la vida, aunque los lectores entendemos que al ver que no existe una providencia que castigue por los pecados, sino que incluso fomenta que el azar le premie después de usar a su sobrino Guido, él se quitase la vida.
Marcelo sigue investigando y pregunta a Emilia, cajera en un Carrefour, la última pareja de su tío. Esta le rehúye y tilda a su tío de bestia, de monstruo. Una pista le lleva hasta "El Remanso". Y volvemos a LITORAL, donde Marcelo prosigue sus pesquisas, casi siempre infructuosas. Los lectores tenemos la esperanza de que Correa se delate y se destape todo el asunto, pero Correa disimula bien, incluso cuando Marcelo decide traerse a su madre, Nelly, y a su hermano, Guido, de quien esperamos que recite algo más que la línea de autobuses, y más cuando en presencia de Correo el niño se pone mucho más nervioso, el pobre.
Cuando Marcelo ha perdido la esperanza, Elena le pone en contacto con uno de los Ranitas, que dice haber visto a su tío cerca de la frontera de Brasil. Se produce un intercambio de favores: "A Elena le venía bien que Marcelo le diera una mano llevando las cajas de dulces hasta ahí, alguno de los Ranitas lo acompañaría. Para Marcelo era la posibilidad de retomar así su indagación". Hasta ahí correcto. Queda la esperanza de que Marcelo descubra. De que impere la justicia.
Pero LA FRONTERA es muy turbio. Muy extraño. Sin capítulos, todo seguido. La policía para el autobús y registran los frascos que le da Elena. Cada vez se interna más lejos, hay menos gente, los que tratan con Marcelo son cada vez más rudos. Le dan cachetadas, puñetazos, se muestran implacables. Parece que falta algo en el envío (todo muy extraño para un negocio tan inocente) y llaman a Elena. "Elenita. Tenemos un problema". Y cuando salen, lo sacan de allí, lo llevan "en medio de una maleza húmeda" y le pegan un tiro. Y tú te quedas confuso, no te esperabas ese giro argumental.
LITORAL, CONURBANO es una especie de epílogo en el que Elena llama por teléfono a Nelly para consolarla y preguntar si Guido está mejor o ha hablado. "Elena le recomendó que rezara". "Nelly dijo que eso era lo que estaba haciendo. Que no hacía casi otra cosa. Estaban en manos de Dios". Dios, ya lo sabemos por esta cruda y sorpresiva novela, no existe. Sólo existe el buen hacer de Kohan (y ya van al menos cuatro libros), que nos deja sin respiración con el final para Marcelo. Elena, que parecía ajena a los reprobables manejos de su marido, metida en drogas, caray. Puede que no sea su mejor novela, pero siempre te muestra algo distinto, siempre de manera nada complaciente.
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