Sonámbulo y otras historias. Adrian Tomine. La cúpula

(108 páginas. 8,95€. Año de edición: 2006)
He leído en alguna reseña por ahí cómo se compara a Tomine con Raymond Carver, en quien pensé cuando leí este cómic. Muchos son los puntos en común, desde la brevedad de sus historias a ese punto sórdido y un tanto desesperanzado. Cada uno en su propio campo, nos muestran con cierto frío distanciamiento aspectos desagradables de la sociedad moderna, como el egoísmo, la soledad, la dificultad de encajar, los miedos..., pero te lo dejan ahí, como si no hubiera otro camino, sin entrar a valorar si está bien o está mal, para eso estás tú, que al cerrar sus páginas te queda ese poso amargo. Si cabe, tiene más mérito poder esbozar todas esas sensaciones a través de las viñetas, para las que muchas veces no necesita más de una página y viñetas descarnadas, en blanco y negro, con profusión de sombras, ideales para conectar con el tono que se nos va a mostrar.


Empieza la colección con Sonámbulo, narrado en 1ª persona a través de Mark, un tipo que cumple 24 años y cuya máxima aspiración es dormir hasta mediodía, cuando le despierta la llamada de su ex, Carrie, que quiere pasar el cumpleaños con él, a quien le suelta esto: "Ya me conoces, no me relaciono mucho. Además, lo de andar buscando a alguien me sigue pareciendo un poco penoso...". El afán por aparentar que todo está bien cuando se nota un agujero negro en forma de vacío en su vida es marca de la casa, como ese final, tras el beso fallido, en el accidente con un tipo que quiere escaquearse de los papeles y afirma haber llamado ya a la grúa.

En Avda. Eco, lo que parecía un ejercicio de vouyerismo sin más para una pareja que parece necesitar estímulos externos para divertirse ante la llegada de un nuevo vecino ataviado nada más que con guantes de caucho, termina en  un "No te acerques a la ventana" por parte del chico, que nos permite imaginar un final escabroso al otro lado de la avenida.

Volvemos a la 1ª persona con bocadillos de narrador en Larga distancia: Gregg quiere sexo telefónico con su novia para superar la separación entre ambos, pero ella se resiste pese a que le envía él lo que tiene que decir. No puede haber más distancia en esa frase final: "Yo estoy diciendo esas cosas, pero mi cabeza está en otra parte, muy lejos".

En Caída, una página y cuatro viñetas bastan para una historia en la que el negro predomina sobre siluetas recortadas perfiladas en blanco: en Japón, el padre del narrador tropieza y se cae. ¿Por qué se nos cuenta y qué importancia tuvo en la vida del padre ese hecho?

Tristeza, melancolía, sueños rotos, paso del tiempo, amores de juventud perdidos..., todo eso se encuentra en La hora del almuerzo: Shelly, una anciana se prepara un sándwich y sale a comerlo a su coche, donde recuerda a su novio de juventud Don, al que le encantaban sus sándwiches.

Curro  de verano es la radiografía del típico hijoputa que se pasa por el forro cualquier aspecto que no sea su propio provecho ("Joder, tío. ¿Cómo puedes ser tan cagao? Tienes que aprovechar la situación, sacar de ella todo lo que puedas"). Eric, se llama, que coge un trabajo de conductor en una copistería, ante el ultimátum de su madre al ver que su hijo no pega ni chapa (un adelantado a los ninis, vaya). Hace lo que quiere (prepararse un fanzine, robar, llegar tarde a los sitios); cuando se va hasta escupe en la oficina y no se despide de Luis, su compañero las últimas semanas, que tenía más escrúpulos morales que él.

Lo que podría haber sido y no fue, sino todo lo contrario: en El hilo conductor, Cheryl, una mujer soltera cuyo mayor entretenimiento es leer las páginas de anuncios personales, se hace ilusiones cuando lee en "Te vi" uno que parece dirigida a ella; pasa de la ilusión a la decepción al ver que el desconocido no aparece; y acaba obsesionándose con los anuncios porque aparecen datos que describen con precisión los lugares en los que ha estado. Todo acaba cuando deja de leer los clasificados. "Y esa misma semana dejaron de aparecer anuncios sobre ella". Inquietante, como mínimo. 

Eso sí, dejamos el calificativo de inquietante para Glaseado de fresa. La 1ª persona que narra la paliza que recibe después de casi ser atropellado no puede ser más propicia para transmitirte el terror de una situación que trasciende una simple discusión para acabar en un sinsentido. La última viñeta no puede ser más cruda y efectiva.

Escala es el relato extraño (en 1ª persona) de uno que pierde su avión y no avisa a nadie ni intenta contactar con nadie hasta que vuelve a irse al día siguiente. Como vivir una vida de prestado o contemplar desde fuera lo que es tu existencia, como un espectador ajeno.

En Supermercado, el señor Lewis, un ciego va a comprar al super y pide la ayuda de una chica del super. Ella parece comprensiva e incluso por momentos se insinúa que él pudiera tener un interés más allá en la chica, pero acaba el relato con una escena distinta, ella paseando con un amigo y le pide que se calle para que el señor Lewis no sepa que está allí.

Pasamos a Rehenes: unos macarras del tres al cuarto sentados al final intimidan a todo el pasaje del autobús, sobre todo al gafitas (el narrador), que siente rabia de no hacer nada ni decir nada, además de sentir miedo.

Dylan y Donovan son dos hermanas (mellizas o gemelas) un tanto retraídas (no sólo por portar nombres de cantantes que sus padres hippies les impusieron) y aisladas de otros chicos. En verano, su padre, divorciado por cuarta vez, les propone un viaje al sur, a la convención de cómic, para congraciarse con Donna, la más difícil de las dos (o eso le parece a Dylan, que es la que nos cuenta todo), aunque sus intentos por comunicarse con ambas caen en saco roto. Ni siquiera ellas dos son capaces de conectar. Ese aislamiento es la principal sensación que transmite esta historia.

Creo que de todos los relatos, el único que se desembaraza de ese pesimismo o desesperanza es Evocación, pese al tono lúgubre de los grises que predominan en las viñetas y pese a que todo parte de que el abuelo del narrador deja su casa durante 30 años para irse a una residencia de ancianos. Él, pintor, se va a encargar de repintar la casa para que su padre la venda, y tras rememorar la habitación del abuelo, llena de fotos con mujeres desnudas, se pone a reír cuando su padre le dice que no había nada allí salvo trastos.

Hay una mezcla de tiempos en Seis días resfriado. Paul se deja cuidar por Ellen cuando ella se lo encuentra vomitando en la calle a causa de un resfriado. Él recuerda varias fases de su antigua relación (han roto) y aparte del fundido en negro de la última viñeta, resultan abrumadoras las que corresponden a lo que debe de ser un sueño de Paul, en el que camina bajo una nevada, con un walkie talkie que acaba tirando, para acabar anegado de un blanco que termina por borrarle. 

Los niños tampoco se libran del dedo acusador de Tomine, y si no que se lo digan a Cuatro de julio: la soledad y la frustración del niño protagonista y narrador se debe a la precaria situación de sus padres, separados aunque lo estén intentando. ¿Hay algo más triste para un crío que sus padres discutan constantemente y que no pueda celebrar un día festivo? Por eso desprecia abruptamente los intentos de Suggs, uno que va a su mismo cole, para que se reúna a celebrarlo con su familia.

Y acabamos la retahíla de desdichas con Ojos color avellana, en la que Tara McLaughlin queda con sus amigas Nicole y Corey pese a que  cada vez está más distanciada de ellas. La reunión, de hecho, no puede ser más desoladora para Tara, que se siente ajena a lo que considera tonterías por parte de sus amigas. De hecho, solo participa para contar uno de sus extraños sueños y se va muy pronto a emborracharse a un bar de las afueras, donde hasta un desconocido rehúsa de sus cortejos. Al volver a casa, se recuerda a sí misma hace seis años, cuando se fue de Seattle, de donde se largó para poder ser quien quisiera ser. El sonido del motor en marcha mientras ella es incapaz de salir habla por sí mismo y es el broche final a esta colección de relatos deprimentes y realistas. 

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