(AMC. 7 episodios: 06/04/2015 - 18/05/2015) |
Podemos discutir de tantos asuntos que nunca llegaremos a ponernos de acuerdo en nada. El punto de vista es de por sí tan subjetivo que cualquiera puede opinar lo contrario a la mayoría y será (casi) siempre respetable. Con Mad Men pasa algo parecido. Habrá quien no considere que es una de las grandes de la televisión (y del entretenimiento). Habrá quien la baje del pódium de las tres, cuatro o cinco mejores series de los últimos tiempos. Habrá quien no esté de acuerdo con que ha contribuido a esa edad dorada de la televisión americana. Habrá quien despoje a Don Draper de la etiqueta de icono televisivo. Habrá quien no le haya dado una oportunidad y no se haya dejado convencer por la ambiciosa propuesta de dotar a un programa de televisión a la categoría de arte.
No se trata tan sólo de esa ambientación tan lograda con la que hemos ido viendo evolucionar a la sociedad norteamericana desde los sesenta hasta los primeros setenta, con ese desfile de humo y alcohol en las oficinas de publicidad neoyorquina acompañado de una banda sonora paradigmática de la época. No. Se trata del desarrollo de unos personajes y unas tramas que siempre contenían más de lo que se contaba, de lo mucho que se contaba pese a ese lastre prejuicioso de que estábamos ante una serie lenta. El ya citado Don, Pete Campbell, Peggy Olson, Betty, Roger Sterling, Joan Harris... No hay ningún personaje que no vaya acompañado de su relevancia. Más que personajes, estábamos ante representaciones tangibles de cualquier ser humano, era poco más que improbable no identificarse con alguno o con algún aspecto de cualquiera de ellos.
Si además el tono general era el de la búsqueda de una felicidad esquiva, enredada entre los hilos cada vez más extendidos del capitalismo, y por tanto casi nadie se escapaba de estar insatisfecho o frustrado, a menudo rodeado de soledad e incomprensión, rozando con la yema de los dedos y dándose cuenta de que dicha felicidad al final estaba fuera del alcance; si estamos hablando que durante siete temporadas han mantenido un nivel brillante, sin apenas altibajos, y encima se le propone al espectador completar el cuadro que se te muestra, permitiéndote cerrarlo a la libre interpretación de cada uno, escogiendo a tu gusto el grado de simbolismo o de metáfora que se quiera aceptar, para mi gusto estamos ante una GRANDE que ha hecho historia.
Damon Lindelof es quizá el mejor ejemplo de propuestas que inician brillantemente y luego no saber culminarlas. Digo esto porque para que una obra alcance la categoría de obra maestra, hace falta cerrar la historia de una manera no sólo convincente, sino acorde a la grandeza exhibida en el planteamiento. Matthew Weiner puede estar orgulloso de haberlo conseguido.
Y aquí que se quede quien no haya llegado al capítulo 14 de la 7ª temporada.
A lo mejor choca que los últimos episodios hayan ido despidiendo poco a poco a todos los personajes. Y, más que esto, que el final haya exhibido unos finales felices que pocos podíamos esperar a raíz de la trayectoria emprendida por nuestros personajes a lo largo de estos años. Si hubiera habido que apostar, habríamos pintado un cuadro más bien oscuro para Peter, el arribista que anteponía cualquier integridad por lograr una cuenta; augurábamos una escapatoria más que digna y honrosa en el viejales millonetis que parecía hacerse cargo de Joan; Don podía saltar por los aires en cualquier instante; Peggy iba a acabar devorada por el trabajo; Betty nunca estaría satisfecha con nada; y Sally no sería capaz de escapar de la maldición de la belleza frívola y hueca de sus progenitores.
Pero llegamos de pronto a que Peggy acepta el bote salvavidas que le lanza su compañero Stan en el último segundo. En una escena con aroma de clásico hollywoodiense, teléfono en mano como las principales conversaciones del episodio final, se entrecruzan los te quiero y por fin la protagonista de mayor evolución de la historia (de discreta y gris secretaria pasa a ser jefa creativa del mayor grupo publicitario de EEUU) tiene ese complemento que siempre le había faltado y que la abocaba a la soltería. Además, como bien comentan en el Cadillac Negro, Peggy había tenido su cierre en su entrada triunfal en la entrada de las oficinas de McCann, tras ese episodio delirante con Roger en las oficinas abandonas de Sterling Cooper.
Pero Joan, quien había antepuesto a Richard (Bruce Greenwood) antes que a su propio hijo pese a que el talludito forrado había dado muestras de su gran egoísmo, al final no puede evitar que aflore uno de los principales rasgos de su personalidad, su ambición, por lo que "sucumbe" a la tentación de lanzarse a la aventura de impulsar su propia productora tras el cable de Ken (¡arriba ese parche!). Lástima que Peggy prefiriera en el último momento rechazar la oferta de asociarse a la voluptuosa pelirroja.
Pero Pete, uno de los más capullos de esta serie de capullos, al final se da cuenta de su soledad y decide que sin su Trudy y su hija, los éxitos laborales no tienen sentido, y su escena final, rumbo a un jet privado de la empresa para la que trabajará gracias al capote de Duck, parece otra estampa típica de un final feliz.
Pero Roger, cínico en casi cualquier circunstancia, acepta el hecho de haberse enamorado de una loca inestable como la francesa Marie Calvet (comprensible: Julia Ormond ha alcanzado una madurez de lo más atractiva), la madre de Megan (a la que auguramos un futuro peor incluso para Betty, enfermedades aparte), sin olvidarse del hijo en común con Joan, a quien le dará la mitad de su testamento.
Pero Betty Francis, el ejemplo perfecto de insatisfacción, errática, caótica y caprichosa, da una lección de entereza al enterarse de su cáncer de pulmón, siendo fiel a su cigarro y su rictus de frialdad, y de paso conecta por fin con Sally, algo que parecía imposible. Esa Sally (ojalá que Kiernan Shipka sepa conducir su carrera de actriz) que ha crecido delante de nosotros y se hace cargo de sus hermanos pequeños, reconduciendo incluso los impulsos paternales de Don.
Pero Don. Ese Don y sus mil y un finales, recorriendo en coche las carreteras sin un destino prefijado, perdido y errático, retirado de la publicidad y de su entorno, fracasado y consciente de haber mancillado el nombre que tomó para librarse de Dick, probando a ser piloto de bólidos, dando oportunidades a muchachos de medio pelo para que eviten convertirse en estafadores de tres al cuarto, esquivando la muerte que muchos le adherían a sus pies, como la sombra de esa intro. Como si se tratara de un lagarto, ha sido capaz de desprenderse de muchas pieles para acabar encajando en un grupo espiritualista. De dar un abrazo a un desconocido al escuchar su historia de la nevera y su soledad (qué escena). De entonar el "ohhm" para abrazar la fusión con la naturaleza. Yo creo que para darse cuenta de que se trata siempre de adaptarse o morir, y Don es un superviviente, lo ha demostrado siempre. Y ha ido mejorando dentro de sus limitaciones. Más que pose, habría que hablar de que aprovecha, llevándose a su terreno esa corriente pacifista y hippy tan poderosa, la oportunidad que Stephanie (Caity Lotz, otra belleza) le ofrece. El anuncio de Coca-Cola con el que se cierra la serie, lo dice todo. Don lo ha vuelto a hacer. Matthew Weiner también. Hasta siempre.
No se trata tan sólo de esa ambientación tan lograda con la que hemos ido viendo evolucionar a la sociedad norteamericana desde los sesenta hasta los primeros setenta, con ese desfile de humo y alcohol en las oficinas de publicidad neoyorquina acompañado de una banda sonora paradigmática de la época. No. Se trata del desarrollo de unos personajes y unas tramas que siempre contenían más de lo que se contaba, de lo mucho que se contaba pese a ese lastre prejuicioso de que estábamos ante una serie lenta. El ya citado Don, Pete Campbell, Peggy Olson, Betty, Roger Sterling, Joan Harris... No hay ningún personaje que no vaya acompañado de su relevancia. Más que personajes, estábamos ante representaciones tangibles de cualquier ser humano, era poco más que improbable no identificarse con alguno o con algún aspecto de cualquiera de ellos.
Si además el tono general era el de la búsqueda de una felicidad esquiva, enredada entre los hilos cada vez más extendidos del capitalismo, y por tanto casi nadie se escapaba de estar insatisfecho o frustrado, a menudo rodeado de soledad e incomprensión, rozando con la yema de los dedos y dándose cuenta de que dicha felicidad al final estaba fuera del alcance; si estamos hablando que durante siete temporadas han mantenido un nivel brillante, sin apenas altibajos, y encima se le propone al espectador completar el cuadro que se te muestra, permitiéndote cerrarlo a la libre interpretación de cada uno, escogiendo a tu gusto el grado de simbolismo o de metáfora que se quiera aceptar, para mi gusto estamos ante una GRANDE que ha hecho historia.
Damon Lindelof es quizá el mejor ejemplo de propuestas que inician brillantemente y luego no saber culminarlas. Digo esto porque para que una obra alcance la categoría de obra maestra, hace falta cerrar la historia de una manera no sólo convincente, sino acorde a la grandeza exhibida en el planteamiento. Matthew Weiner puede estar orgulloso de haberlo conseguido.
Y aquí que se quede quien no haya llegado al capítulo 14 de la 7ª temporada.
Spoilers Spoiler Spoilers Spoilers
A lo mejor choca que los últimos episodios hayan ido despidiendo poco a poco a todos los personajes. Y, más que esto, que el final haya exhibido unos finales felices que pocos podíamos esperar a raíz de la trayectoria emprendida por nuestros personajes a lo largo de estos años. Si hubiera habido que apostar, habríamos pintado un cuadro más bien oscuro para Peter, el arribista que anteponía cualquier integridad por lograr una cuenta; augurábamos una escapatoria más que digna y honrosa en el viejales millonetis que parecía hacerse cargo de Joan; Don podía saltar por los aires en cualquier instante; Peggy iba a acabar devorada por el trabajo; Betty nunca estaría satisfecha con nada; y Sally no sería capaz de escapar de la maldición de la belleza frívola y hueca de sus progenitores.
Pero llegamos de pronto a que Peggy acepta el bote salvavidas que le lanza su compañero Stan en el último segundo. En una escena con aroma de clásico hollywoodiense, teléfono en mano como las principales conversaciones del episodio final, se entrecruzan los te quiero y por fin la protagonista de mayor evolución de la historia (de discreta y gris secretaria pasa a ser jefa creativa del mayor grupo publicitario de EEUU) tiene ese complemento que siempre le había faltado y que la abocaba a la soltería. Además, como bien comentan en el Cadillac Negro, Peggy había tenido su cierre en su entrada triunfal en la entrada de las oficinas de McCann, tras ese episodio delirante con Roger en las oficinas abandonas de Sterling Cooper.
Pero Joan, quien había antepuesto a Richard (Bruce Greenwood) antes que a su propio hijo pese a que el talludito forrado había dado muestras de su gran egoísmo, al final no puede evitar que aflore uno de los principales rasgos de su personalidad, su ambición, por lo que "sucumbe" a la tentación de lanzarse a la aventura de impulsar su propia productora tras el cable de Ken (¡arriba ese parche!). Lástima que Peggy prefiriera en el último momento rechazar la oferta de asociarse a la voluptuosa pelirroja.
Pero Pete, uno de los más capullos de esta serie de capullos, al final se da cuenta de su soledad y decide que sin su Trudy y su hija, los éxitos laborales no tienen sentido, y su escena final, rumbo a un jet privado de la empresa para la que trabajará gracias al capote de Duck, parece otra estampa típica de un final feliz.
Pero Roger, cínico en casi cualquier circunstancia, acepta el hecho de haberse enamorado de una loca inestable como la francesa Marie Calvet (comprensible: Julia Ormond ha alcanzado una madurez de lo más atractiva), la madre de Megan (a la que auguramos un futuro peor incluso para Betty, enfermedades aparte), sin olvidarse del hijo en común con Joan, a quien le dará la mitad de su testamento.
Pero Betty Francis, el ejemplo perfecto de insatisfacción, errática, caótica y caprichosa, da una lección de entereza al enterarse de su cáncer de pulmón, siendo fiel a su cigarro y su rictus de frialdad, y de paso conecta por fin con Sally, algo que parecía imposible. Esa Sally (ojalá que Kiernan Shipka sepa conducir su carrera de actriz) que ha crecido delante de nosotros y se hace cargo de sus hermanos pequeños, reconduciendo incluso los impulsos paternales de Don.
Pero Don. Ese Don y sus mil y un finales, recorriendo en coche las carreteras sin un destino prefijado, perdido y errático, retirado de la publicidad y de su entorno, fracasado y consciente de haber mancillado el nombre que tomó para librarse de Dick, probando a ser piloto de bólidos, dando oportunidades a muchachos de medio pelo para que eviten convertirse en estafadores de tres al cuarto, esquivando la muerte que muchos le adherían a sus pies, como la sombra de esa intro. Como si se tratara de un lagarto, ha sido capaz de desprenderse de muchas pieles para acabar encajando en un grupo espiritualista. De dar un abrazo a un desconocido al escuchar su historia de la nevera y su soledad (qué escena). De entonar el "ohhm" para abrazar la fusión con la naturaleza. Yo creo que para darse cuenta de que se trata siempre de adaptarse o morir, y Don es un superviviente, lo ha demostrado siempre. Y ha ido mejorando dentro de sus limitaciones. Más que pose, habría que hablar de que aprovecha, llevándose a su terreno esa corriente pacifista y hippy tan poderosa, la oportunidad que Stephanie (Caity Lotz, otra belleza) le ofrece. El anuncio de Coca-Cola con el que se cierra la serie, lo dice todo. Don lo ha vuelto a hacer. Matthew Weiner también. Hasta siempre.
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