(240 páginas. 8,95€. Año de edición: 2007) |
El príncipe de la niebla es uno de los clásicos del aula (algún día habría que hacer una estadística al respecto). Por más defectos que se le puedan buscar, eso es indudable. Algo así como otra de las novelas juveniles de Zafón, Marina, que en 4º tampoco suele fallar (esta está más dirigida a un público más joven, un 2º de la ESO, por ejemplo). ¿Y eso por qué?
Creo que porque ante todo es sencilla y efectiva. Se nos cuenta la mudanza de la familia Carver, cuyo progenitor, Maximilian Carver, un relojero e inventor (yo pensaba que habría más incidencia en este hecho en la trama, pero no), traslada a su familia después de diez años por culpa de la guerra (estamos en 1943). Su mujer, Andrea, y sus tres hijos: Alicia, Max e Irina, van a parar a un pueblecito costero de ubicación indeterminada. Un pueblecito idílico si no fuera porque han tenido la mala suerte de dar a parar en el lugar y el momento más oportunos, cuando un mago (Mister Caín, el payaso, la estatua, el adivino...), el Príncipe de la niebla, está a punto de reaparecer con todo su maléfico poder.
Los dieciocho capítulos y el epílogo transcurren de manera lineal y dinámica, sin complicaciones ni trabas, con un narrador omnisciente que centra su protagonismo sobre todo en Max, de 13 años, un muchacho aficionado a la lectura, muy despierto, muy valiente y que no refleja su edad en sus comportamientos y deducciones. La siguiente en importancia en la familia es Alicia, la mayor (15 años), más introvertida y misteriosa. Si bien el acercamiento hacia Max es progresivo a medida que avanza la obra, hay una especie de muro que se interpone para dejarse conocer. Creo que es el personaje más logrado del libro. Luego tenemos a Irina, la pequeña (8 años), a quien se nos quita de un plumazo cuando el príncipe de la niebla le mete un susto padre al salir del armario (y de paso el gato negro también desaparece, se supone que porque debía de ser una transfiguración del demonio). Y los padres no dejan de ser testimoniales, tras varias intervenciones al principio.
Max conoce el primer día que va a pasear a Roland, un muchacho de unos dieciséis, diecisiete años, alto, delgado y bronceado con quien traba amistad, aunque esa amistad queda en un segundo plano cuando conoce a Alicia y surge el flechazo (tenemos dosis de misterio, de terror, de romanticismo, vamos viendo por qué es una lectura que funciona). Roland será un personaje clave, con sorpresa incluida.
Más allá del cúmulo de casualidades, pronto tenemos sobre el tablero de juego todas las piezas. No tardan en presentarnos la historia de los Fleischmann, cuyo hijo Jacob se ahogó en 1937 (muy poco antes de la mudanza de los Carver, un punto algo inconsistente a tenor de los acontecimientos posteriores). Conocemos el Orpheus, el barco encallado cerca del faro donde vive el abuelo (o abuelastro, si existiese esa palabra, porque adopta al niño), Víctor Kray. Y conocemos el elemento más inquietante de todos: el jardín de las estatuas (sobre todo cuando Max ve moverse una entre la niebla).
La acción se desencadena sin interrupciones (más allá de la historia que Víctor refiere sobre el Príncipe de la Niebla, que nos da a conocer a un ser maléfico que hace tratos diabólicos con la gente) y un par de tormentas y de zambullidas hacia el Orpheus (no se dice por qué encalló el barco) después, tras muy pocos días desde la llegada de la familia Carver, llegamos al desenlace de la obra. Podemos discutir si el final gustará o no, pero lo cierto es que las más de doscientas páginas se leen con velocidad, por lo que hay que olvidar las reiteradas veces que Zafón refiere que la lluvia o la niebla "mordía", unos diálogos nada conseguidos o el estilo pedante que en ocasiones aflora.
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