Sherlock. Temporada 1

(BBC. 26/07/2010 - 09/08/2020)
La tele inglesa me da mucha envidia. Vale que juegan con la ventaja de tener un personaje inmortal como Sherlock Holmes, pero nosotros tenemos un Don Quijote y nadie se ha propuesto actualizar este célebre personaje con el acierto que han tenido nuestros colegas british (¿contra quiénes lucharía Don Quijote hoy en día? ¿Molinos de viento en forma de cajas de ahorros? ¿Rebaños de ovejas viendo Sálvame? ¿Qué le haría volverse loco? ¿Las nuevas tecnologías? ¿El whatsapp?).

Partiendo de la particularidad de temporadas de tres episodios y de la duración de cada uno de ellos (como hora y media, son como minipelículas; algo que no nos debería extrañar, por otra parte: conducen por la derecha, mantienen su libra y tienen a una inmortal en el trono), casi todo en Sherlock son aciertos.

Como por ejemplo empezar por John Watson, recién llegado de la guerra, con aparentes secuelas y traumas, al cual han dotado de tales rasgos de normalidad que por fuerza ha de contrastar con Sherlock. El personaje interpretado por Martin Freeman (¡el Hobbit!) está siempre contenido y asombrado por el genio de Holmes, pero al mismo tiempo es lo suficientemente independiente como para no ser una mera sombra suya. La forma en que se deshace de su bastón en el primer capítulo es tan ejemplar como todo lo que acontece en él.

Y es que inmediatamente se nos actualizan esos nombres tan famosos: aparte de la pareja de protas, tenemos la célebre Baker Street, a la señora Hudson (de momento incidental Una Stubbs, más como contrapunto humorístico que otra cosa), al inspector Lastrade (Rupert Graves), a Mycroft Holmes (Mark Gatiss, cuya presentación es espectacular aunque luego decae su interés considerablemente), el peculiar hermano de Sherlock (este no me sonaba en la versión original, pero no soy muy conocedor de las novelas de Conan Doyle) e incluso el mismo antagonista, un histriónico Moriarty (Andrew Scott) que aparece en el último capítulo de esta primera y breve tanda.

Sin Watson no habría Sherlock. Y no porque sea su narrador (aquí en forma de blog; por cierto que la resolución de la lectura de mensajes vía móvil me parece brillante, con letreros muy visibles e inmediatos que recuerdan la tipografía de los cómic), sino porque su punto de vista, más normal, más humano, le aparta un poco la pose extravagante y lunática del personaje interpretado por Benedict Cumberbatch. Es como su contrapeso. A la vez, unidos ambos trascienden sus propios límites: la pareja conforma una indisoluble unidad.

Porque sin la admiración de Watson, las brillantes deducciones de Sherlock serían menos, así como sus rápidos procesos mentales, su egocentrismo, su aparentemente falta de sensibilidad y su total y apasionada (a su manera) entrega contra el crimen, aunque sea por motivos puramente de entretenimiento. Sherlock, de hecho, tiene su antítesis porque Moriarty también se aburre y porque le falta un John Watson que le ponga los pies en la tierra. En algunas ocasiones, de hecho, se refiere que Holmes podría ser un psicópata.

Vale que los casos han sido muy rebuscados, pero los capítulos son tan dinámicos y ágiles (qué decir de los diálogos, muchos de ellos jugando con la ambigüedad, como ambigua es la relación entre Holmes y Watson, a menudo potenciada por esa ambivalencia sexual) que no importa que no te dejen pensar en quién puede ser el asesino porque lo importante es ver (y admirar) el juego mental basado en las deducciones. Y es que los espectadores no estamos para ver quién es el asesino como si estuviéramos en una novela de Agatha Christie, sino que se trata de ver cómo sería Londres hoy en día con un genio como el de Holmes. Seguramente que una ciudad menos aburrida.

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