(424 páginas. 19,23€. Año de edición: 2007) |
Pronto te das cuenta de que Crematorio es un homenaje, un sentido homenaje a los autores que tanto debe de admirar el autor. He identificado a Vargas Llosa (en cuanto a la técnica del contrapunto o, más bien, a retratar de manera interna a la galería de personajes que aparecen) y a Carlos Fuentes (en tanto que el esfuerzo para bucear en la biografía y las motivaciones de los personajes), pero sin duda hay muchos más (el propio Chirbes, en los agradecimientos finales, lo reconoce). Quizá por eso o quizá sobre todo porque me ha costado más de la cuenta acabar la novela (y avanzar por ella), la situaría un poco por debajo de mis expectativas y, en general, de la obra maestra que me esperaba, etiqueta con la que casi unánimemente la han retratado.
Se me ha quedado la sensación de que me sobraban páginas y personajes (y pesimismo), y que esos extensos monólogos, algo así como flujos de pensamientos entre incontrolados y lo contrario, se me hacían demasiado tediosos, demasiado repetitivos, sin avanzar en algo que no se hubiera dicho bastante pronto. Probablemente algo tan absurdo como un punto y aparte me habría facilitado el tránsito, y eso habla peor de mí que del propio Chirbes, por supuesto, así que si la mayor parte de la crítica le sitúa en ese peldaño máximo, por algo será (aunque para mi gusto, queda por debajo de Javier Marías o de Muñoz Molina, y alguno más situaría por ahí) y tal vez podría variar mi crítica por completo si la hubiera leído en otro momento. Seguro que entonces no pondría peros como guardar algún as bajo la manga para que hubiera una mayor sensación de movimiento o de variedad.
Matías Bertolomeu, el hermano pequeño de Rubén (no me gusta este nombre, no me pega con el personaje tiránico, sensual, arrollador y con ligeros rescoldos de conciencia, tenía que olvidarme de él si quería ver a ese hombre de 73 años hecho a sí mismo a costa de especular y de pringarse hasta las cejas), muere, le espera su crematorio, y vemos las reacciones de la gente más próxima a él, casi todos de manera directa, en 1ª persona (aunque alterna la 2ª a veces, y la 3ª para gran parte de los personajes). Matías, ese hombre que fue un revolucionario -como Rubén- y que se había decantado por ser una especie de agricultor en el pinar de la finca familiar, que apenas conocía a su hijo Ernesto, que sabía cómo engatusar a su casi centenaria madre -a la cual Rubén reprocha una y otra vez, más que no haberle ayudado en su despegue como arquitecto, que nunca le hubiera cogido de la mano-, así como a Federico Brouard, ex amigo de Rubén, o de Silvia, su sobrina, la hija de su propio hermano. Un hombre de aparente felicidad pero lejos de ella. La envidia late en la percepción de su hermano, aunque se impone la tristeza y la nostalgia.
Me quedo con esa estampa corrupta y degradada que se ofrece en este libro, una representación muy cercana a la cloaca que es la Comunidad Valenciana (Misent es una población de allí, leo ahora en Google que no existe como tal pero da el pego total) y España en general (algo que tiene su mérito, puesto que la novela justo aparece un año antes del inicio de la crisis, que ha levantado las tapas y ha removido el maloliente aroma que desprende casi todo lo que está relacionado con el poder y con las instituciones públicas):
En realidad, la economía, que tan visible nos parece, tan escandalosa, es sólo el decorado, el telón de boca que tapa el escenario por el que se mueve un animal sigiloso, invisible, tan inaprensible que ni siquiera tiene nombre, porque no es el poder, aunque participe de él; no es el dinero, aunque se nutra de él; ni es el prestigio, aunque tenga su incorporeidad. Es el eje en torno al cual gira la gran rueda. Es, si quieres que lo diga así, el hálito, el vapor que hace hervir la caldera, eso que no se ve, que nadie ve, porque es nada más que energía. Algo que a nadie le interesa.
Aunque esta novela va -o quiere ir- más allá, y se nos muestra un retrato familiar y una estampa coral de distintos estamentos sociales, siempre en torno a Rubén, el eje de la narración junto con el propio fallecido, en todo momento la sensación es monocorde, como si estuviéramos detrás de un ventrílocuo que hace hablar a distintos muñecos suyos. Eso sí, al hacernos partícipes de sus diversos monólogos, o de los pensamientos encerrados tras la 3ª persona en la que el escritor se esconde, advertimos la soledad implícita en cada individuo, cómo los pensamientos quedan recluidos y rara vez trascienden o se comparten, de ahí el pesimismo, junto con algunas reflexiones sobre la muerte y la nada que queda tras de ella.
El sexo es otro de los motores o de las pulsiones de la obra, y aparece explícitamente en numerosos fragmentos, así como ese submundo de mafias rusas, de ajustes de cuentas, de favores turbios y de negocios con drogas o prostitutas. Más que lo que se cuenta, sin embargo, muchas veces hay que dejarse llevar por ese fluir de la conciencia, ese ejercicio estilístico de la mayoría de las páginas.
Se me ha quedado un poco desmadejado el retrato de Ramón Collado, un hombre que hizo trabajos sucios para Rubén Bartolomeu, y que incurre en el tópico de haberse enamorado de Lola-Irina, una prostituta de Traian, un mafioso ruso y viejo socio de Rubén; así como los de Federico Brouard (no me han enganchado las reflexiones sobre la literatura, quizás las referencias culturales me han abrumado en exceso), Juan Mullor (esposo de Silvia, catedrático que prepara la biografía de Brouard, autor venido a menos y casi relegado al olvido) y la propia Mónica, la jovencísima esposa de Rubén, a la que pinta al final enamorada de este hombre mayor. Para mi gusto, con padre e hija hubiéramos tenido más que suficiente, pero bueno, así el retrato tiene mayor aliento.
La ambición en la obra es imponente y el estilo literario se deja ver en descripciones con marcada fuerza metafórica y sensorial; se mantiene una cierta unidad de registros y a pesar de que otros personajes quedan recogidos por esa voz invisible del narrador, apenas se distinguen diferencias entre el culto Rubén (y su ristra de referentes musicales-arquitectónico-culturales) y otros de estrato menos elevado.
No sabemos lo que guardará la memoria. La cabrona memoria: un guardia municipal que dirige el tráfico a su antojo, que da paso a los vehículos a su arbitrio, sin tener en cuenta las necesidades circulatorias de la ciudad; o que a lo mejor se comporta con esa apariencia arbitraria precisamente para guardar un orden secreto, que desconocemos, que no somos capaces de percibir.
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