(224 páginas. 8€. Año de edición: 2010) |
Un libro como una maciza y oscura bruma. Nada hay positivo o esperanzador en el relato de un hombre vacío, gris, que lo ha perdido todo (a su mujer, embarazada) y sólo tiene el recuerdo. Por eso vuelve una y otra vez a contar el asesinato de una niña pequeña, Belle de Jour, ya que por ella pierde a su esposa. Sin demasiado orden cronológico, se vale de circunloquios y una serie de personajes (todos grises, salvo la pobre niña asesinada o Clemence, la mujer del narrador) con los que resume la filosofía pesimista de la vida: no hay esperanza.
Entroncado el autor con el existencialismo, la amargura y el resentimiento, esa bilis que estila durante toda la novela hace activar el organismo de la narración, que bordea la desesperación. Como cabía esperar, no hay respuestas claras en torno a los sucesos del asesinato de la niña: el narrador es un borracho que es incapaz de seguir adelante tras la muerte de su mujer porque se siente culpable de no estar con ella cuando se estaba desangrando, sino con Josephine, una testigo que aseguraba que Destinat (fiscal) estaba en la orilla del río con la niña la noche del asesinato. El juez Mierck no la cree, ni Matziev, coronel que dirige la investigación, y que es de la misma pasta que el juez: un cabronazo, como se demuestra cuando inculpan a un joven bretón, Le Floc, de esa muerte, empleándose de forma inhumana (aunque luego resulte que el chico era menos inocente de lo que parecía, como si así el autor quisiera demostrar que todos somos culpables de algo).
Completan el fresco de estos personajes literaturizados, degradados y maniqueos el ya citado Fiscal Destinat, con el que el narrador tiene en común la pérdida de su mujer, y que es un hombre solitario; y Lysia Verhareine, la joven maestra que parecía feliz, pero sufría porque su amado estaba en el frente (porque si el pueblecito alejado con sus tristes gentes parecía poco caldo de cultivo para esta desesperación, Almas grises está ambientada en la época de la I Guerra Mundial, así como El informe de Brodie lo estaba en la II).
El barroquismo, la ampulosidad o el retoricismo, la recargada, agónica, decadente, lóbrega atmósfera provocan (me han provocado, vaya) distanciamiento, incredulidad, indiferencia. Todo es tan malo, que el amargor de paladar se transmite, de modo que el mismo acto de escritura me ha parecido igual de malo.
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