(216 páginas. 7,95€. Año de edición: 2009) |
Un mundo apocalíptico. Un padre y su hijo. No hay explicaciones de cómo se ha llegado a esa situación en la que sobrevivir incluso es un castigo. Cuesta incluso iniciar esta novela porque desde el principio la dureza que se expone es como un puñetazo en la boca del estómago. ¿Qué ha ocurrido para que la pareja protagonista sean casi los últimos o únicos representantes de los “buenos”, los que no matan, no practican el canibalismo, tratan de aferrarse a la débil esperanza de mejorar? No se explica y lo más grave es que no nos cuesta imaginarnos unas cuantas respuestas (aunque ahora, con la cercanía del volcán impronunciable islandés soltando su ceniza incontrolablemente, venga más a propósito una explicación natural y no simplemente algo atribuible a la acción autodestructiva del ser humano) para que ese panorama pueda suceder.
Mediante fragmentos, escenas normalmente cortas, como respiraciones entrecortadas, alientos escasos, escupitajos que arrojan sangre y ceniza, la odisea sin visos de encontrar un paraíso en el que refugiarse, un padre y un hijo representan la única luz de un mundo donde no quedan animales, ni plantas vivas, y donde la barbarie es lo más habitual. Las intervenciones son de no más de una línea entre padre e hijo, cortantes, desesperanzadas, sin rayas de diálogo, pero con una condensación increíble, con una gran capacidad para reflejar estados de ánimo, pensamientos y sensaciones.
Momentos durísimos como el descubrimiento de una especie de refugio protegido por un candado en el que varias personas están retenidas para ser devoradas por un grupo de caníbales; como estar prohibido recordar cómo era el mundo antes de la catástrofe para no desear la muerte; como cuando vemos cómo la madre decide suicidarse porque no lo soporta más; o como las descripciones del raquitismo del niño pequeño, a quien pese a todo su padre trata de no quitarle la esperanza o lo que le queda de infancia.
Toda la novela es el transcurso casi irracional (pero inevitable) de la búsqueda del sur, jalonado por los esfuerzos del hombre por encontrar comida o no encontrarse con personas en esa carretera que recorren. Arrastrando un carrito de la compra, sus parkas y sus pocas pertenencias, bordeando la desesperación y la extenuación, casi deseando la muerte.
Pese a la dureza, este mundo donde no queda nada es un retrato magistral y una manera insuperable para hacernos pensar en dónde podemos ir a parar si no cambiamos nada de nuestro mundo. Una ventana a la imaginación, por la que podemos ver un mar gris, no azul, un cielo que escupe ceniza, donde no existen animales porque se han extinguido y en el que los adelantos técnicos acaban por ser escombros, es algo impagable en estos tiempos.
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