(512 páginas. 21€. Año de edición: 2011) |
Lo bueno y lo malo de este libro van unidos de la mano: al relatar la vida de la apabullante Leonora Carrington, pintora que sirvió de musa al también pintor Max Ernst, que se inscribió en el surrealismo de Breton, Duchamp, Picasso o Eluard, uno sabe que la fuerza del libro va ligada a la fuerza de la biografía que se cuenta. Siguiendo un orden lineal, desde la infancia hasta la vejez (el capítulo final resulta, por cierto, un poco sonrojante, con una extraña fantasía surrealista a manos de, suponemos, un personaje inventado, una especie de representación de la propia Leonora de joven, Pepita).
En cuanto a lo narrado, pues, resulta interesante conocer las peripecias de esta mujer que siempre hizo lo que quiso y cuya libertad fue su principal victoria. En cuanto a la narración, deja bastante que desear el desvaimiento de la mayoría de las páginas, cediendo el testigo a los diálogos sueltos que la autora ha debido de atesorar a lo largo de las varias décadas de amistad con Leonora. No me ha gustado nada que el narrador omnisciente haya ido saltando de un lugar a otro con debilidad, sin profundizar, sin asignar un valor real a muchos de los personajes que acompañan a la protagonista. Incluso los más importantes, como Ernst o Remedios Varo, o Renato Leduc o Chiki (maridos suyos) son simples figurantes y más allá del momento de conocerse o enamorarse, no se les asigna ninguna relevancia, como queda demostrado en que casi nunca se nos muestra con claridad cómo terminan esas relaciones o qué huella deja en ella sus trayectorias. Sus mismos hijos, Gaby y Pablo, pagan el mismo peaje.
Así, pues, atrae esa personalidad arrolladora de Leonora (por momentos un poco chiflada, pues no en vano se cree caballo...), conocer cómo el dinero no evita sus excentricidades, cómo el fuerte carácter del padre no es óbice para que ella eche a volar fuera de su autoridad, cómo conoce y comparte el movimiento surrealista en su máximo esplendor (quizá lo más interesante de la novela, también en parte gracias a que la narradora se contenta con asignar un lugar en la vida de Leonora a los acontecimientos más relevantes), la historia de amor junto a Max en St. Martin d' Ardèche, su terrible caída a la locura, su odisea tormentosa e infernal en el manicomio de Santander, donde le inyectaron Cardiazol... Ese es el punto culminante. Luego el paso a Nueva York y su definitiva residencia en México, pese a que es lo que ocuparía el mayor número de años de la vida de Leonora, pierde en intensidad, aunque el interés no decae en ningún momento (tampoco es que te arrebate la lectura, bien es cierto).
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