(200 páginas. 17,95€. Año de edición: 2018) |
Cada vez que leo un libro sobre educación, no puedo evitar un cierto autobombo, aunque esta vez creo que lo puedo justificar sin que suene a sobrada: este libro de Sonia Díez nos lo regalaron tras la gala de los premios 'Grandes Profes, Grandes Iniciativas' el 19 de junio. Y es que el centro donde trabajo, el CEIPSO Miguel de Cervantes de Alcorcón, ganó (ganamos) en la categoría de valores con nuestro proyecto "Cervantina: cambiamos el mundo".
En dicha gala, Sonia Díez fue una de las ponentes y condensó en una intervención de 15 minutos algunas de las ideas que presenta en este libro estructurado en "10 acciones para el cambio que nuestros hijos merecen y necesitan". Como no puede ser de otra forma, esta mujer vinculadísima al campo educativo, reclama una serie de cambios que no solo deberían partir de ese imposible pacto entre partidos para darnos una ley estable y moderna.
Una de las tesis de la autora también la apuntaba Richard Gerver (mencionado en el libro) en Crear hoy la escuela del mañana: el mundo está transformándose a toda velocidad en casi todos los campos de la vida menos uno: el sistema educativo (principalmente español). Cuando se responsabiliza al propio alumnado de sus índices de abandono escolar, casi nadie se pregunta si el sistema no tendrá la culpa. Ir a pasar 6 horas de lunes a viernes ofreciéndote un programa de estudios desfasado y anacrónico, además de completamente inútil para la "vida real", es toda una carrera de obstáculos que les planteamos, a modo casi de demostración de que la vida es dura.
Lo mejor del libro es que no solo expone una situación, ni que la denuncie, sino que propone cuestiones para mejorarla. Por eso comienza el libro (después de una introducción casi apocalíptica de la situación en el año 2040) con una carta al presidente imaginario del futuro al que le pide que por fin tome decisiones, aunque sean impopulares, con el objetivo de beneficiar a nuestros futuros hijos.
Otro de los puntos destacados, además del tema en sí, por supuesto, que da para mucho más que para discusiones estériles que son las que aparecen en las contadas ocasiones en que interesa a la opinión pública, es la cantidad de datos que se ofrecen para defender la tesis de una modernización de la educación que impartimos en este país, para lo cual se apoya en numerosas ocasiones de otros referentes educativos, en especial el finlandés.
Lo de menos es el juego de palabras, tanto del título, Educacción, como las de cada apartado (provocacción, reactivacción, adecuacción, capacitacción, humanizacción, colaboracción, profesionalizacción, evaluacción, innovacción, transformacción). Los ejemplos o las metáforas utilizadas son más o menos relevantes, pero lo principal es que Sonia Díez acierta de lleno en la identificación de un problema e incluso en las diversas opciones para que nuestro alumnado no salga despavorido de las aula:
"Reinventar el modelo educativo de nuestro país es urgente porque el actual pone un límite cada vez más bajo a las aspiraciones de nuestros alumnos, que es como decir de todos los españoles en su conjunto". Y es que vivimos a espaldas de la "revolución digital", seguimos educando para la uniformidad ("necesitamos hacerlo para la diversidad") o utilizamos los mismos métodos que en el siglo XIX, cuando el principal objetivo era reducir el analfabetismo mayoritario.
"El problema educativo al que nos enfrentamos es que estamos preparando a los niños y jóvenes para un fracaso (...) que consiste en salir de la escuela sin haber aprendido a convertir su pasión en su talento, base de su desarrollo profesional". El primer capítulo, sin nombrarlo, acusa a los políticos de poca valentía, innovación y emprendimiento.
En el segundo se pone el énfasis en hacernos preguntas: ¿para qué educamos o damos clase? Y esa pregunta se encuadra en un contexto muy distinto al de hace unos años, con la universalización de Internet, lo cual hace plantearse algunas preguntas (páginas 34, 35). La idea de que cada centro educativo elabore una especie de juramento hipocrático recogiendo los valores y principios de cada colegio, pero no de un modo burocrático, sino como una invitación a la reflexión (páginas 38 - 40).
Más complicado a nivel práctico (aunque igual de necesario) sería lo que propone en el tercer capítulo, "dibujar fuera de los márgenes", referido a los encorsetamientos a los que nos enfrentamos: la distribución horaria, la distribución por asignaturas, los sistemas de evaluación, etc. No puedo estar más de acuerdo con que aumente la flexibilidad y la capacidad de gestión de los centros, e incluso con que un centro ideal no puede superar los 750 alumnos.
No pueden ser más significativos los datos que aporta: a un 50% la escuela gusta mucho a los once años; a los trece a un 27% y a los quince un 22% (en España los datos bajan aún más: 38%, 25% y 15% respectivamente), por lo que la escuela obligatoria debería cambiarse por otra promesa: "te vamos a acompañar en el proceso de descubrir quién eres y cómo es el mundo en el que vives". En ese programa de acompañamiento deben existir tres pasos: orientación vocacional, descripción de las carreras y definición de las salidas profesionales. Algo que parece obvio pero no lo es, como nos podrían atestiguar nuestros jóvenes cuando tienen que afrontar su primera gran decisión sobre qué ruta seguir.
Otro dato alarmante es el porcentaje que indica que cada vez los niños y los jóvenes muestran indicios de depresión y ansiedad. Además, un 50% de la población sufre el TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad). Datos suficientes como para revisar el currículum (reducir contenidos, sesiones horarias e incidir en competencias como la curiosidad, la creatividad, la crítica, la comunicación, la colaboración, la compasión, la calma o el civismo, como proponía Ken Robinson). Es decir, métodos que contribuyan de manera real al aprendizaje: basado en proyectos, basado en indagación, aprendizaje visible. Algo que se viene haciendo en los programas de Bachillerato Internacional.
A la hora de enseñar, habría que atender mucho más el cono de aprendizaje del pedagogo Edgar Dale. Los métodos tradicionales de enseñanza son métodos pasivos y son los que generan menos porcentaje de aprendizaje, al contrario que los métodos participativos (debatir, experimentar, enseñar a otros).
En otro capítulo se incide sobre la importancia de las familias, otro componente que ha cambiado mucho en los últimos años y que pese a los cambios sufridos no se les ha ofrecido soluciones, sino que añadimos sobre ellas factores estresantes (incluye una escala en las páginas 104-105 de lo más esclarecedora). Además de escuelas de padres harían falta servicios de apoyo y acompañamiento, además de medidas económicas fiscales, económicas y profesionales.
El capítulo 7 puede resultar el más polémico para nuestro gremio (entendido como algo cerrado, corporativista e inmutable), pues habla de la profesionalización de nuestra profesión. "Los números cantan y cuentan. Setecientos mil docentes (...) son demasiados para ser considerados un "cuerpo de élite". Hay que aceptarlo: va a haber excelentes, buenos, regulares y malos profesores". De ahí que habría que revisar el acceso a la carrera docente, la progresión y la permanencia. Se sobreentiende que habla de nuestro sector, el funcionario. ¿Recibimos una formación y una evaluación del desempeño adecuados, se reconocen de alguna manera los méritos profesionales? "La de maestro es una carrera plana y con pocas posibilidades de mejora y cambio". Por mucho miedo a perder privilegios, "la falta de medición homogeneiza a la vez que disuade y desmotiva a los propios maestros".
Ya debatiremos cómo, pero hay que profesionalizar el magisterio: exigir una rigurosa formación, requerir un aprendizaje continuo, auditar resultados, entre otros. Yo añadiría poder investigar en el extranjero, potenciar las colaboraciones entre los centros que ponen en práctica proyectos novedosos (porque, como dice Sonia Díez, "el principal obstáculo para el desarrollo de la carrera de los profesores es la institucionalización del aislamiento en su trabajo", y menciona el co-teaching y el peer-coaching).
También se habla de la evaluación e insiste en que "la Administración mantiene el poder legislativo, ejecutivo y judicial sobre los colegios, y lo que propongo es derivar una parte de ese poder a cada colegio", incidiendo en prácticas como el portfolio personal a modo de currículo experiencial (lo que ella nombra como small data).
En el apartado de innovación, lo más interesante es esa serie de "¿Y por qué no?": flexibilizar horarios escolares, permitir agrupaciones de diferentes edades pero con talentos e intereses comunes, revisar las 176 jornadas lectivas al año, derribar las paredes de las aulas y crear espacios diferentes, permitir que internet esté totalmente disponible, compaginar lo presencial con lo virtual...
Quizás el pero mayor es que no deberíamos esperar nada externamente y generar el cambio, a la medida de nuestras posibilidades, nosotros mismos, los profesionales de la educación que estamos preocupados por mejorar el sistema que nos rodea. Un pero muy reducido en comparación con la importancia que adquiere que alguien le dedique un libro. Porque hablar de educación, en los tiempos que corren, es casi hasta subversivo. Y necesario.
Una de las tesis de la autora también la apuntaba Richard Gerver (mencionado en el libro) en Crear hoy la escuela del mañana: el mundo está transformándose a toda velocidad en casi todos los campos de la vida menos uno: el sistema educativo (principalmente español). Cuando se responsabiliza al propio alumnado de sus índices de abandono escolar, casi nadie se pregunta si el sistema no tendrá la culpa. Ir a pasar 6 horas de lunes a viernes ofreciéndote un programa de estudios desfasado y anacrónico, además de completamente inútil para la "vida real", es toda una carrera de obstáculos que les planteamos, a modo casi de demostración de que la vida es dura.
Lo mejor del libro es que no solo expone una situación, ni que la denuncie, sino que propone cuestiones para mejorarla. Por eso comienza el libro (después de una introducción casi apocalíptica de la situación en el año 2040) con una carta al presidente imaginario del futuro al que le pide que por fin tome decisiones, aunque sean impopulares, con el objetivo de beneficiar a nuestros futuros hijos.
Otro de los puntos destacados, además del tema en sí, por supuesto, que da para mucho más que para discusiones estériles que son las que aparecen en las contadas ocasiones en que interesa a la opinión pública, es la cantidad de datos que se ofrecen para defender la tesis de una modernización de la educación que impartimos en este país, para lo cual se apoya en numerosas ocasiones de otros referentes educativos, en especial el finlandés.
Lo de menos es el juego de palabras, tanto del título, Educacción, como las de cada apartado (provocacción, reactivacción, adecuacción, capacitacción, humanizacción, colaboracción, profesionalizacción, evaluacción, innovacción, transformacción). Los ejemplos o las metáforas utilizadas son más o menos relevantes, pero lo principal es que Sonia Díez acierta de lleno en la identificación de un problema e incluso en las diversas opciones para que nuestro alumnado no salga despavorido de las aula:
"Reinventar el modelo educativo de nuestro país es urgente porque el actual pone un límite cada vez más bajo a las aspiraciones de nuestros alumnos, que es como decir de todos los españoles en su conjunto". Y es que vivimos a espaldas de la "revolución digital", seguimos educando para la uniformidad ("necesitamos hacerlo para la diversidad") o utilizamos los mismos métodos que en el siglo XIX, cuando el principal objetivo era reducir el analfabetismo mayoritario.
"El problema educativo al que nos enfrentamos es que estamos preparando a los niños y jóvenes para un fracaso (...) que consiste en salir de la escuela sin haber aprendido a convertir su pasión en su talento, base de su desarrollo profesional". El primer capítulo, sin nombrarlo, acusa a los políticos de poca valentía, innovación y emprendimiento.
En el segundo se pone el énfasis en hacernos preguntas: ¿para qué educamos o damos clase? Y esa pregunta se encuadra en un contexto muy distinto al de hace unos años, con la universalización de Internet, lo cual hace plantearse algunas preguntas (páginas 34, 35). La idea de que cada centro educativo elabore una especie de juramento hipocrático recogiendo los valores y principios de cada colegio, pero no de un modo burocrático, sino como una invitación a la reflexión (páginas 38 - 40).
Más complicado a nivel práctico (aunque igual de necesario) sería lo que propone en el tercer capítulo, "dibujar fuera de los márgenes", referido a los encorsetamientos a los que nos enfrentamos: la distribución horaria, la distribución por asignaturas, los sistemas de evaluación, etc. No puedo estar más de acuerdo con que aumente la flexibilidad y la capacidad de gestión de los centros, e incluso con que un centro ideal no puede superar los 750 alumnos.
No pueden ser más significativos los datos que aporta: a un 50% la escuela gusta mucho a los once años; a los trece a un 27% y a los quince un 22% (en España los datos bajan aún más: 38%, 25% y 15% respectivamente), por lo que la escuela obligatoria debería cambiarse por otra promesa: "te vamos a acompañar en el proceso de descubrir quién eres y cómo es el mundo en el que vives". En ese programa de acompañamiento deben existir tres pasos: orientación vocacional, descripción de las carreras y definición de las salidas profesionales. Algo que parece obvio pero no lo es, como nos podrían atestiguar nuestros jóvenes cuando tienen que afrontar su primera gran decisión sobre qué ruta seguir.
Otro dato alarmante es el porcentaje que indica que cada vez los niños y los jóvenes muestran indicios de depresión y ansiedad. Además, un 50% de la población sufre el TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad). Datos suficientes como para revisar el currículum (reducir contenidos, sesiones horarias e incidir en competencias como la curiosidad, la creatividad, la crítica, la comunicación, la colaboración, la compasión, la calma o el civismo, como proponía Ken Robinson). Es decir, métodos que contribuyan de manera real al aprendizaje: basado en proyectos, basado en indagación, aprendizaje visible. Algo que se viene haciendo en los programas de Bachillerato Internacional.
A la hora de enseñar, habría que atender mucho más el cono de aprendizaje del pedagogo Edgar Dale. Los métodos tradicionales de enseñanza son métodos pasivos y son los que generan menos porcentaje de aprendizaje, al contrario que los métodos participativos (debatir, experimentar, enseñar a otros).
En otro capítulo se incide sobre la importancia de las familias, otro componente que ha cambiado mucho en los últimos años y que pese a los cambios sufridos no se les ha ofrecido soluciones, sino que añadimos sobre ellas factores estresantes (incluye una escala en las páginas 104-105 de lo más esclarecedora). Además de escuelas de padres harían falta servicios de apoyo y acompañamiento, además de medidas económicas fiscales, económicas y profesionales.
El capítulo 7 puede resultar el más polémico para nuestro gremio (entendido como algo cerrado, corporativista e inmutable), pues habla de la profesionalización de nuestra profesión. "Los números cantan y cuentan. Setecientos mil docentes (...) son demasiados para ser considerados un "cuerpo de élite". Hay que aceptarlo: va a haber excelentes, buenos, regulares y malos profesores". De ahí que habría que revisar el acceso a la carrera docente, la progresión y la permanencia. Se sobreentiende que habla de nuestro sector, el funcionario. ¿Recibimos una formación y una evaluación del desempeño adecuados, se reconocen de alguna manera los méritos profesionales? "La de maestro es una carrera plana y con pocas posibilidades de mejora y cambio". Por mucho miedo a perder privilegios, "la falta de medición homogeneiza a la vez que disuade y desmotiva a los propios maestros".
Ya debatiremos cómo, pero hay que profesionalizar el magisterio: exigir una rigurosa formación, requerir un aprendizaje continuo, auditar resultados, entre otros. Yo añadiría poder investigar en el extranjero, potenciar las colaboraciones entre los centros que ponen en práctica proyectos novedosos (porque, como dice Sonia Díez, "el principal obstáculo para el desarrollo de la carrera de los profesores es la institucionalización del aislamiento en su trabajo", y menciona el co-teaching y el peer-coaching).
También se habla de la evaluación e insiste en que "la Administración mantiene el poder legislativo, ejecutivo y judicial sobre los colegios, y lo que propongo es derivar una parte de ese poder a cada colegio", incidiendo en prácticas como el portfolio personal a modo de currículo experiencial (lo que ella nombra como small data).
En el apartado de innovación, lo más interesante es esa serie de "¿Y por qué no?": flexibilizar horarios escolares, permitir agrupaciones de diferentes edades pero con talentos e intereses comunes, revisar las 176 jornadas lectivas al año, derribar las paredes de las aulas y crear espacios diferentes, permitir que internet esté totalmente disponible, compaginar lo presencial con lo virtual...
Quizás el pero mayor es que no deberíamos esperar nada externamente y generar el cambio, a la medida de nuestras posibilidades, nosotros mismos, los profesionales de la educación que estamos preocupados por mejorar el sistema que nos rodea. Un pero muy reducido en comparación con la importancia que adquiere que alguien le dedique un libro. Porque hablar de educación, en los tiempos que corren, es casi hasta subversivo. Y necesario.
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