(HBO. 10 episodios: 22/04/2018 - 24/06/2018) |
Westworld no es una serie apta para cualquier espectador. Complicada, y mucho, se requiere de mucho valor, mucha inteligencia y mucho mapa conceptual para tratar de explicar la trama. Pasamos de una línea temporal a otra como quien desayuna churros y ni siquiera Jonathan Nolan y Lisa Joy, los mente pensantes de la serie, sabrían explicarnos bien lo que sucede.
Dicho esto, tampoco importa demasiado. Está todo tan bien hecho que incluso si no eres de los fanáticos que establecen un mapa cronológico para intentar cuadrar los hechos que se cuentan (lo he visto, y no tiene nada que envidiar a una pizarra de Einstein para cuadrar la teoría de la relatividad), puedes disfrutarla mucho. Sobre todo porque tienes la sensación de que estamos ante una de las mejores series de ciencia-ficción de la tele, codeándose con Lost y Game of Thrones (aún, por supuesto, un peldaño o dos por debajo). Con potencial para ponerse a la misma altura, si en la tercera temporada dan ese pasito adelante que falta.
Solo por la riqueza de los detalles, que evidencian un plan previo con amplio recorrido, como se demuestra en la escena del episodio final, al entrar en la forja, cuando damos un paseo con Bernard y de fondo vemos escenas de la primera temporada, merece, y mucho la pena. Merece que nos devanemos los sesos por encontrar explicaciones. Que el espectador sea más bien un jugador de tetris o del cubo de rubik. Si en la primera temporada la estructura más bien tendía hacia el laberinto y el recurso estilístico era la repetición, en esta habría que hablar de matrioshkas y de puzzles y de reconstrucción (sería recomendable, de nuevo, verlo por segunda vez).
Contiene spoilers
Después del asesinato de Dolores a su creador, Robert Ford, los androides (o anfitriones, en terminología westworldiana) se han rebelado de la manera más violenta posible. Por más que los humanos plantean una intervención casi militar para retomar el control, pronto se ve que ese no es el objetivo principal de Charlotte Hale (no me convence Tessa Thompson en ningún momento), cara visible de la Junta que en la primera temporada acorralaba a Ford, una vez que la motivación (u obsesión) de otro de los cocreadores del parque, William, le dirige por otros rumbos.
El nexo de unión entre los distintos planos temporales es Bernard. Hacia el final conoceremos que él mismo ha alterado sus recuerdos no para dificultar la comprensión del espectador (que también), sino para que este comando dirigido ni más ni menos que por Loki, digo, Karl Strand (Gustaf Skarsgard, Vikingos, una de las caras nuevas, que tampoco aporta gran cosa), no pueda cobrar ventaja.
Bernard no es el único que ha tomado conciencia de sí mismo y de sus vidas pasadas. Lo interesante del caso es que cada anfitrión lo ha asumido de una manera bien diferente: Dolores en plan exterminador (me hace gracia las críticas que recibe este personaje ahora que el lado angelical ha dado paso sin titubeos a su lado Wyatt), Maeve antepone la búsqueda de su hija a todo lo demás, Teddy se plantea si cambiar merece la pena y Bernard duda y duda y duda.
El principal problema de Westworld, más que la complicación y una cierta tendencia al manierismo y la complicación (sobre todo intelectual o filosófica), yo lo achacaría a que le sobra metraje. Ya le pasaba a la primera temporada, y sobre todo en el primer tercio de esta segunda, por momentos aburrida más que lenta. Sobran minutos, sobran episodios. Por ejemplo, la trama del Parque japonés ha sido totalmente redundante.
Por todo lo demás, las interpretaciones son, en general, impecables. Quizá Dolores entra en un modo más lineal e inmisericorde, pero eso no quita para alabar la interpretación de la casi inhumana Evan Rachel Wood. Tal vez ahora es más difícil identificarse con ella, pero su lucha por la libertad es identificada al 100% con la rabia por el ser humano, inferior a su raza y culpable de tantos desmanes. Una actitud plausible cuanto menos.
Es más fácil empatizar con Maeve (y aplaudir a Thandie Newton), que aprovecha al máximo su influencia sobre los anfitriones, pero tiene piedad con los humanos. Le debe mucho a Felix, perdona a Sylvester, así como al escritor Lee (Simon Quarterman), permitiéndole la redención: la ha traicionado en más de una ocasión, pero luego entiende que el alma de Maeve es merecedora de sacrificarse por ella, dándole a su vida algo de sentido del que antes carecía. La escena de los toros, encima, es de las más poderosas.
Teddy podría ser un caso que da más penita. Abnegado y fiel a Dolores, sus pequeñas traiciones son la manera de rebelarse contra la inmisericordia de su amada. Si el resultado de la libertad es perder la propia esencia, prefiere la muerte. Salvo esa decisión final y los distintos momentos en que su compasión prevalece sobre la fidelidad a Dolores, impera un acusado borreguismo en él, o James Marsden no ha sabido darle un mayor trasfondo a su personaje.
El resto de anfitriones cumple un papel marcado que no varía demasiado con respecto a cuando sus líneas estaban ya delineadas: Clementine (Angela Sarafyan) casi siempre en modo zombi da como escalofríos, Héctor (Rodrigo Santoro) no pasa de pistolero, Armistice (Ingrid Bolsø Berdal) tres cuartos de lo mismo, Angela (Talulah Riley) pasa a ser más secundaria y Lawrence (Clifton Collins Jr.) desaparece en los últimos episodios tras acompañar a William.
Mención aparte merece Akecheta (Zahn McClarnon ya había destacado en Fargo), el jefe de la tribu india de los Nación Fantasma, que protagoniza el para mí mejor episodio de la segunda temporada, Kiksuya, que pone el foco de atención en este personaje hasta entonces secundario, dándole relieve a su despertar y su búsqueda de identidad, asociándola a su amor por Kohana (Julia Jones). El lirismo del episodio le da un trasfondo diferente al sino de los anfitriones, y la salida de la brecha y el descanso en el valle un final muy apropiado.
De entre los humanos, hay que hablar de William, personaje que por momentos pasa de cabrón sin remordimientos a alguien cercano a la decencia. Su necesidad de desmarcarse de su comportamiento en el parque y de ser mejor persona en el mundo "real" le lleva a una dicotomía que le hace candidato a la bipolaridad. Su tendencia a lo peor, derivada de ese enfermizo enamoramiento de juventud por Dolores, no le pasa inadvertido a su esposa, y la relación con su hija Emily (Katja Herbert) no es más que un añadido a todo el embrollo mental que demuestra. Embrollo que le lleva a identificar con Ford a cualquiera del Parque, incluida su hija, y que después le lleva a sospechar de que él mismo es un anfitrión (como parece serlo Emily), teoría que se refuerza en la escena postcréditos, en un tiempo posterior a todo lo visto hasta ahora, y que explicaría su resistencia a los disparos y que Ford sea capaz de citar una de sus frases.
Eso, unido a lo que dice hacia el final Ashley (Luke Hemsworth), uno de los vigilantes del Parque, dirigiéndose a Charlotte (que ya es Dolores resucitada e insertada), y hablando de su función como vigilante como su motivación intrínseca, me lleva a pensar que pocos humanos quedan ya en el planeta. Si acaso Elsie (Shannon Woodward da una de las alegrías de la temporada cuando descubrimos que su personaje no está muerto), aunque su código de honorabilidad tampoco la descarta como androide.
Pudiera ser que la raza humana se hubiera extinguido (merecidamente) y que Ford, el titiritero de todo Westworld, hubiera solucionado un posible fallo de mentes artificiales distinguiéndolos de unos falsos humanos, para evitar cortocircuitos, como el de James Delos (fabuloso y lleno de matices Peter Mullan, que van desde la prepotencia más absoluta al desamparo al saberse muerto, desde el despotismo que le otorga su imperio, al desánimo al ver el estado de su hijo Logan, bellísima la escena en la piscina del multimillonario cuando le pide ayuda y él se la niega, momento cumbre para el código humano de Delos, que entra en barrena desde entonces), cuya mente no se adapta nunca a su nueva realidad, y está destinado a fracasar una y otra vez en esa escena reiterativa con William (no descarto su intervención en ese fracaso). Sus planes de enriquecerse copiando a todos los que pasaban por el parque (esa era su finalidad más que la atracción en sí, de ahí los gorros vaqueros, y todo ello no es más que un calco de lo que hace Facebook, por ejemplo) quedarían destinados solo para él, cuyo objetivo final podría haber sido la búsqueda de la inmortalidad, otro de los grandes temas.
Uno de mis momentos favoritos ocurre en la Forja, cuando Dolores empieza a leer en la ingente librería. Cada libro lleva un código (similar a la escritura braille) y contiene la esencia de cada persona que ha pasado por allí. No es sino el libreto que se tocaba en el piano de la cantina con que empezaba casi todos los episodios de la primera temporada.
Si en todo momento sospechamos de que el libre albedrío de los anfitriones es una ilusión que les otorga Ford y que incluso el despertar y la insurrección formaban parte de sus planes, al ser humano no se le da mayor relieve a esa libertad para tomar decisiones. Es en la parte filosófica donde la serie consigue alcanzar un nivel que en pocas producciones conseguimos ver. La contraposición entre humanos y máquinas no es tal, hay tantas diferencias. Lo importante es que nos dan (y mucho) que pensar. Pocas series tienen este alcance, y por eso da gusto encontrarte artículos como este.
Esperemos que las audiencias (que han bajado con respecto a la primera temporada) no nos impidan un cierre a todas estas disquisiciones, ralladuras y esa factura impecable (empezando por la maravillosa música de la maravillosa y plástica intro), y deseamos que ese pasito que le falta para encumbrarse termine de darse. Lo veremos en 2019.
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