(216 páginas. 17€. Año de edición: 2018) |
Ni siquiera leyendo la sinopsis en la contracubierta del libro te acercas a la extrañeza que produce este libro. Porque mira que vas preparado con Millás, uno de los referentes de un tipo de surrealismo que roza lo alucinatorio, pero acaba superando tus propias expectativas. Si no fuera porque los márgenes parecen de libro de poesía y que roza la novela corta, costaría la digestión de esta lectura.
Hay mucha gente que desprecia a Millás como novelista. Más aplaudido como columnista, supongo que al transitar por las filas de su innegable originalidad echa para atrás a muchos lectores. Eso de no poder incluirlo en ninguna generación ni ningún estilo provoca perplejidad, indefensión. Su mérito es conformar un estilo propio, una tendencia en sí mismo. El "millasismo" solo admitiría a autores que trabajasen la escritura automática, pero medida, calculadamente, practicando una especie de asociación de ideas aleatorias o peregrinas. Algo al alcance de muy poquitos, pues quien escribe suele buscar un control que no se logra en la vida cotidiana.
Quizá lo que he echado más en falta ha sido su sentido del humor, carente casi por completo. La historia de Lucía, su convencimiento primero en ser una falsa delgada y luego un ave anidando en el interior de una mujer, no me produce el mismo efecto irónico o desenfadado de títulos suyos anteriores (por ejemplo esa Julia de La mujer loca). Todo lo contrario: transmite insatisfacción, resentimiento, incomprensión. Unas sensaciones amargas, casi grises o, más bien, de colores invertidos. Si no ternura o compasión, algo similar es lo que tiendes a sentir hacia este personaje, protagonista absoluto del libro.
Lucía es un ejemplo de esta libertad imaginativa. Más que hablar de una evolución psicológica hay que hablar de una evolución imaginativa. Del fatalismo heredado inicial ("algo va a suceder") pasará a protagonizar su vida, inventándosela a su conveniencia. El personaje del principio, una programadora informática marcada por la extraña muerte de su madre a los doce años, se desprende poco a poco -o muy rápidamente más bien- de las capas de la realidad para enfundarse la piel de su desbordante imaginación.
Se refugia en la ficción y no es que sea más feliz, es que está más cerca de su identidad, circulando con su taxi por las falsas calles de Pekín (Madrid), enamorada de un actor que fue vecino suyo y que le regaló la ópera de Puccini "Turandot", mutando en pájaro como si estuviera incubando una crisálida de plumas.
Como ya le pasara a Don Quijote, el choque entre locura (o genialidad, o extravagancia, o diferencialidad) y la realidad (o la cotidianidad, o la vulgaridad) será inmisericorde. Sus clientes o renegarán o tratarán de aprovecharse de alguien que nunca busca hacer daño (si acaso, lo peor o más reprobable es dejar a su suerte a su ex jefe cabrón, y a lo mejor cualquier otro se habría aprovechado de manera más sanguinaria), sino que va a su aire (al final, de manera literal). Su inocencia o su ingenuidad serán mancilladas por determinados representantes de una sociedad despiadada y desnaturalizada.
Y es que Lucía, obsesionada con el actor Braulio Botas, por el que se tatúa en su pubis Nessum dorma (que nadie duerma, título del libro), se decide a protagonizar la ópera de Puccini (ella como la princesa china Turandot, su amado (imaginado) Calaf), y tiene la mala suerte de que su primer cliente es una mujer con la que se desahoga y desinhibe, y le cuenta sus pensamientos y teorías. Roberta se quedará con su tarjeta y, sabremos más tarde, con las ideas y las intimidades que le cuenta.
Como suele pasar en Millás, parece que no pasa nada, pero no es así. Nos acercamos a una resolución final que será casi trágica, muy radical, salvaje, violenta y truculenta. Su venganza (o su inevitable reacción ante la sucesión de traiciones) será terrible. Y lo peor es que los lectores disfrutaremos. Como disfrutamos de la perplejidad en la que nos instala este autor.
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