(FX. 8 capítulos: 05/03/2017 - 23/04/17) |
Ryan Murphy se ve que no tiene suficiente con ir por la séptima temporada de la histriónica American Horror Story y le ha dado por meterse en un biopic (término que se refiere a una biografía). En este caso, se nos habla de la legendaria rivalidad que sostuvieron dos grandes de la interpretación: Joan Crawford y Bette Davis.
El reto, en primera instancia, aparte de la recreación del Hollywood de los años 60-70 (el arco temporal es bastante elevado: parte de la grabación de la película What ever happened to Baby Jane, en 1962, hasta los últimos años de las divas, a finales de los años setenta), es caracterizar a dos iconos de la industria cinematográfica, y es el primer aspecto por el que recomendar esta serie: Jessica Lange y, sobre todo, Susan Sarandon, erigen un monumento interpretativo, recreando con una fidelidad pasmosa no sólo los físicos de las divas, sino sus movimientos, sus gestos e incluso las flexiones de la voz. Simplemente por verlas merece la pena.
Cada vez tengo más claro que el formato televisivo que a mí me interesa no debe superar los 13 episodios. Entre 8 y 10 da más que de sobra para narrar algo de manera que se pueda jugar con el detalle, con la ambigüedad, con la riqueza de matices y con la profundidad, sin incurrir en pegotes para rellenar, desvíos de la trama o distracciones varias. Es imposible que una serie de ficción no se resienta si su destino es desarrollarse a lo largo de todo un año.
Contiene spoilers
El enfoque de FEUD reside sobre todo en Joan Crawford, quizá porque la suya es la forma de ser más alterada de las dos. El retrato de esta mujer es demoledor: actriz desde el cine mudo, su fama se la debió a su arrebatadora belleza (ya saben: una mujer guapa queda instalada en esa etiqueta y no puede ser más), y luego fue fomentando excentricidades para mantenerse en la cima y aumentar su cifra de Oscars (que se quedó en uno).
Es imposible abstraerse (y además no se debería incurrir en esa abstracción) al problema de la mujer que se dedica a los espectáculos: parece que la valía de una actriz está ceñida casi exclusivamente a su físico: es difícil ver a una mujer que no sea Ana Blanco presentando un telediario sin parecer una modelo, o que una mujer de más de 40 (que no haya hecho un pacto con el diablo como Mónica Bellucci) encabece repartos (exceptuando a Meryl Streep, claro). Se oye siempre que un hombre mejora con los años, pero la decadencia de la mujer llega mucho antes porque va indefectiblemente unida a la caída de los pechos o del culo, como si no hubiera otros aspectos a valorar en el canon de la belleza.
Si eso pasa hoy casi sin discusiones, en esta época todavía era peor. La mujer está supeditada por completo al hombre en esta industria cinematográfica que ejerce el prepotente rol patriarcal de proteger, apartar y ser condescendiente con la mujer. El drama (o tragedia) de estas grandes actrices es que el reconocimiento está muy lejos de conseguirse. Cada papel puede ser el último y ni siquiera una nominación o un premio te asegura volver a ser llamada para trabajar.
Eso es algo que Joan Crawford, o Lucille Fay Le Seur (su nombre real), no termina de aceptar, aunque muchas veces yerre en su manera de rebelarse contra esta situación. Amparada por la protección de su Mamacita (Jackie Hoffman es esa secundaria que roba protagonismo por momentos, aparte de protagonizar alguna de las frases más demoledoras), ni siquiera encuentra refugio en sus hijas adoptadas. Tiene que buscarse la película y casi convencer a productores y directores para protagonizarla.
Joan Crawford ha recibido una educación bastante cuestionable (monjas) y es la primera que perpetua esa subordinación al hombre, pero cuando actúa se olvida de eso y sabe que ha nacido para interpretar. A pesar de todas las inseguridades que esa industria se encarga de fomentar, es consciente de su valía. Si ha caído en la depresión y en el alcoholismo, aunque no se la exima de responsabilidades, se debe mucho a todo ese entorno que la ha calificado de un cuerpo precioso sin más y por tanto es alguien que ya sobra porque la vejez parece que es incómoda, si bien es verdad que rechaza buenos consejos como los de George Cukor.
La Crawford no duda en recurrir a periodistas de cotilleos como Hedda Hopper (estupenda Judy Davis), intenta seducir en ocasiones, ruega, implora, manipula, incurre en muchas ocasiones en bajezas que dan mucha pena. Su vanidad es equiparable a su ego, e incluso a su insatisfacción. La relación con Bette Davis la define a la perfección: aspira a su admiración, pero al mismo tiempo se incrementan ante ella sus inseguridades. La historia de su enemistad es la crónica del fracaso de las mujeres de este tiempo.
El retrato de Bette Davis, pese a que le otorgan menos cuota de pantalla, es igual de elocuente: en su caso, el trabajo y el talento suplen esa falta de gracilidad o ese físico menos ajustado a los estándares, en parte por esos ojos saltones. Su fama de exigente no es el obstáculo para que la contraten, sino los prejuicios existentes para mujeres mayores. De nada vale su tenacidad o su capacidad para trabajar por encima de otros aspectos como la propia familia.
Un elemento que las une es la soledad de ambas: una considerada como mujer objeto, otra que considera que su madre ha sido la única persona que la ha entendido, tampoco encuentran consuelo en sus hijas: la hija mayor adoptada por Joan publica un libro denunciando malos tratos físicos y emocionales, y la hija de Bette, B.D. (Kiernan Shipka, Sally Draper), tampoco es un dechado de comprensión, que se diga.
Es un acierto narrativo amoldarse al documental que está grabándose acerca de esta enemistad: actrices como Olivia de Havilland (irreconocible pero muy conseguida Catherine Zeta-Jones), amiga de Bette Davis, y Joan Blondell (a pesar de ser una de las musas de Murphy, Kathy Bates no tiene tanta relevancia) comentan diversos aspectos de sus vidas y dan pie a que el espectador vea los avatares de la producción de la película en la que coincidieron.
No podemos sino compadecer al director Robert Aldrich (magnífico Alfred Molina), un director a quien su propio jefe, el despiadado Jack Warner (otro papelón el de Stanley Tucci), considera un director sin talento, y a quien trata de mangonear y predispone a las dos actrices a pelearse, con el fin de lograr publicidad ventajosa para su productora. El ejercicio de paciencia de Aldrich es casi bíblico, aunque es verdad que cede demasiado y en cierto modo traiciona a las dos mujeres. Le hubiera venido mejor confiar más en Harriet, su mujer (aparece poco Molly Price, pero está muy bien).
Otra arista para tratar el machismo hollywoodiense lo encontramos en el personaje de Pauline (Alison Wright, Martha en The Americans), secretaria de Bob Aldrich, una asistente que va mucho más allá de sus funciones y ejerce de pegamento para que los actores no tengan problemas, entre otras cosas. Aspira a dirigir una película, pero solo Mamacita apoya el intento, siendo Joan Crawford la primera en rechazarla. La otra cara de la moneda es un personaje secundario como Frank Sinatra (Toby Huss): altivo, prepotente, maleducado, endiosado, haciendo gala de malos modos de sus conexiones mafiosas... Ocupa poca cuota de pantalla, pero es el más despedazado de este relato de época.
La entrega de los Oscar es, después de la tortuosa grabación de la película, el siguiente punto de conflicto, pues solo nominan a Bette Davis. Después del fracaso de ambas, llega una última oportunidad en forma de nueva película para intentar repetir el éxito de Baby Jane, pero las confrontaciones se hacen insostenibles (la Davis pide atribuciones artísticas y la Crawford no soporta la intimidad entre su enemiga y Aldrich). Después de eso, vía libre a la decadencia.
Destaca la escena imaginaria que reúne a Joan Crawford, Jack Warner, Hedda Hopper y la propia Bette Davis. Es desgarrador ver que las buenas intenciones no vencieron a las rivalidades, pese a que las dos divas tenían muchos más puntos en común de lo que parecía. Las últimas escenas, regresando al primer encuentro en el set de grabación, también resulta igual de paradójico.
FEUD resulta, en definitiva, un repaso nostálgico y necesario por esa industria cinematográfica menos idílica de lo que grandes títulos nos sugieren. Si bien Jessica Lange no redondea como Susan Sarandon un parecido casi mimético, es suficiente como para trasladarnos las vicisitudes de estas dos mujeres que debieron de tener un mayor reconocimiento en su tiempo. La segunda entrega, por otra parte, llama bastante la atención, con una rivalidad de otro tipo que puede resultar muy jugosa: Charles y Diana...
Joan Crawford ha recibido una educación bastante cuestionable (monjas) y es la primera que perpetua esa subordinación al hombre, pero cuando actúa se olvida de eso y sabe que ha nacido para interpretar. A pesar de todas las inseguridades que esa industria se encarga de fomentar, es consciente de su valía. Si ha caído en la depresión y en el alcoholismo, aunque no se la exima de responsabilidades, se debe mucho a todo ese entorno que la ha calificado de un cuerpo precioso sin más y por tanto es alguien que ya sobra porque la vejez parece que es incómoda, si bien es verdad que rechaza buenos consejos como los de George Cukor.
La Crawford no duda en recurrir a periodistas de cotilleos como Hedda Hopper (estupenda Judy Davis), intenta seducir en ocasiones, ruega, implora, manipula, incurre en muchas ocasiones en bajezas que dan mucha pena. Su vanidad es equiparable a su ego, e incluso a su insatisfacción. La relación con Bette Davis la define a la perfección: aspira a su admiración, pero al mismo tiempo se incrementan ante ella sus inseguridades. La historia de su enemistad es la crónica del fracaso de las mujeres de este tiempo.
El retrato de Bette Davis, pese a que le otorgan menos cuota de pantalla, es igual de elocuente: en su caso, el trabajo y el talento suplen esa falta de gracilidad o ese físico menos ajustado a los estándares, en parte por esos ojos saltones. Su fama de exigente no es el obstáculo para que la contraten, sino los prejuicios existentes para mujeres mayores. De nada vale su tenacidad o su capacidad para trabajar por encima de otros aspectos como la propia familia.
Un elemento que las une es la soledad de ambas: una considerada como mujer objeto, otra que considera que su madre ha sido la única persona que la ha entendido, tampoco encuentran consuelo en sus hijas: la hija mayor adoptada por Joan publica un libro denunciando malos tratos físicos y emocionales, y la hija de Bette, B.D. (Kiernan Shipka, Sally Draper), tampoco es un dechado de comprensión, que se diga.
Es un acierto narrativo amoldarse al documental que está grabándose acerca de esta enemistad: actrices como Olivia de Havilland (irreconocible pero muy conseguida Catherine Zeta-Jones), amiga de Bette Davis, y Joan Blondell (a pesar de ser una de las musas de Murphy, Kathy Bates no tiene tanta relevancia) comentan diversos aspectos de sus vidas y dan pie a que el espectador vea los avatares de la producción de la película en la que coincidieron.
No podemos sino compadecer al director Robert Aldrich (magnífico Alfred Molina), un director a quien su propio jefe, el despiadado Jack Warner (otro papelón el de Stanley Tucci), considera un director sin talento, y a quien trata de mangonear y predispone a las dos actrices a pelearse, con el fin de lograr publicidad ventajosa para su productora. El ejercicio de paciencia de Aldrich es casi bíblico, aunque es verdad que cede demasiado y en cierto modo traiciona a las dos mujeres. Le hubiera venido mejor confiar más en Harriet, su mujer (aparece poco Molly Price, pero está muy bien).
Otra arista para tratar el machismo hollywoodiense lo encontramos en el personaje de Pauline (Alison Wright, Martha en The Americans), secretaria de Bob Aldrich, una asistente que va mucho más allá de sus funciones y ejerce de pegamento para que los actores no tengan problemas, entre otras cosas. Aspira a dirigir una película, pero solo Mamacita apoya el intento, siendo Joan Crawford la primera en rechazarla. La otra cara de la moneda es un personaje secundario como Frank Sinatra (Toby Huss): altivo, prepotente, maleducado, endiosado, haciendo gala de malos modos de sus conexiones mafiosas... Ocupa poca cuota de pantalla, pero es el más despedazado de este relato de época.
La entrega de los Oscar es, después de la tortuosa grabación de la película, el siguiente punto de conflicto, pues solo nominan a Bette Davis. Después del fracaso de ambas, llega una última oportunidad en forma de nueva película para intentar repetir el éxito de Baby Jane, pero las confrontaciones se hacen insostenibles (la Davis pide atribuciones artísticas y la Crawford no soporta la intimidad entre su enemiga y Aldrich). Después de eso, vía libre a la decadencia.
Destaca la escena imaginaria que reúne a Joan Crawford, Jack Warner, Hedda Hopper y la propia Bette Davis. Es desgarrador ver que las buenas intenciones no vencieron a las rivalidades, pese a que las dos divas tenían muchos más puntos en común de lo que parecía. Las últimas escenas, regresando al primer encuentro en el set de grabación, también resulta igual de paradójico.
FEUD resulta, en definitiva, un repaso nostálgico y necesario por esa industria cinematográfica menos idílica de lo que grandes títulos nos sugieren. Si bien Jessica Lange no redondea como Susan Sarandon un parecido casi mimético, es suficiente como para trasladarnos las vicisitudes de estas dos mujeres que debieron de tener un mayor reconocimiento en su tiempo. La segunda entrega, por otra parte, llama bastante la atención, con una rivalidad de otro tipo que puede resultar muy jugosa: Charles y Diana...
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