El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence. Alianza

(464 páginas. 10,90€. Año de edición: 2012)
Para el clásico literario del verano, este año ha tocado El amante de Lady Chatterley, obra de la que se conoce su polémica por la erótica imperante. Desde ese punto de vista, el libro posee un interés más allá de lo literario por el hecho de ser valiente en sus propósitos, ya que lo sexual siempre ha sido un tabú del que la literatura no muchas veces se ha sustraído. Eso sí, esta novela escrita en el periodo de entreguerras ha visto cómo el paso del tiempo ha dejado lo que un día fue como polémico (estuvo censurada en Inglaterra hasta los años 60) casi como algo anecdótico. Incluso se puede ver un punto de ingenuidad. ¡Si hasta la palabra orgasmo no existe, sustituida por la palabra crisis!

Al margen del componente sexual, lo cierto es que la narración es ágil pese a que ese narrador omnisciente al lector actual le parece arcaico. Se entra en materia sin dilación, presentándonos a dos de los protagonistas, Constance y Clifford, tras ponernos en antecedentes de manera rápida: la educación liberal de ella, sus flirteos amorosos en Alemania; cómo se queda paralítico él en la guerra, algo que condiciona por  completo el matrimonio de ambos.

La pobre Connie se encuentra en la mansión familiar de Wragby (por lo visto sus bosques son los de las andanzas de Robin Hood, o eso se nos narra, y su descripción es uno de los puntos fuertes de la obra) sin mucho más horizonte que pasar el tiempo escuchando la palabrería de su marido y de sus ocasionales invitados, o paseando por el campo. El tedio elevado al cubo, por lo que la muchacha, rondando ya los treinta, se mustia como una hoja seca. Y más cuando su primer amante, Michaelis, un joven irlandés, autor de obras teatrales de éxito en América, le sale rana. Es curiosa la entrega hacia este hombre, por cierto: "¿Puedo cogerle la mano un minuto?", le pregunta él. Se arrodilla a continuación y ale, se lían sin más (síntoma de ese aburrimiento en ella, como se demuestra tras el llanto con el guardabosques y su entrega posterior).

Connie es cambiante en sus pensamientos y sentimientos, cansan sus ansias trascendentales, aunque es constante en su cierta indiferencia hacia Clifford, absorbido en sus tareas intelectuales (tiene un cierto renombre como escritor, luego se interesa por las minas de carbón que están en sus heredades). En cierta manera recuerda a Emma Bovary, pero sin tanta complicación. El principal resorte de su aventura con Mellors, el guardabosques casi cuarentón, se encuentra en su soledad y abandono. La muchacha se derrite con un poco de atención, de ternura (vale que su marido es impotente, pero es que ni la acaricia) y, claro, de acción. Algo que ese rudo hombre, criado de Clifford, le da, junto con ese acento lugareño y sus ciertos modales adquiridos en el ejército. Mellors se mueve con desconfianza en todo lo relacionado con la alta sociedad, aunque termina enamorándose de la mujer que antepone ese amor por él a sus títulos.

Si bien no terminan de cuadrar o de provocar empatía ni Connie ni Mellors y ese romance se inscribe más en los términos de la calentura, al menos son personajes que no caen tan mal como Clifford, un amargado postrado en silla de ruedas hipócrita y egoísta que acaba en manos de la señora Bolton, la más inteligente de la obra, o la que medra mejor o se adapta mejor a las circunstancias, haciéndose indispensable para el capitán piernasmuertas.

Otros personajes son más secundarios, aunque la hermana de Connie, Hilda, una mujer independiente pero despegada de todo aquello que suponga estar viva, motiva que su hermana pequeña salga de esa atonía que la estaba apagando, además de que le acompaña a Venecia a pasar las vacaciones, el episodio que preludia la separación con Wragby ; está el padre de Connie, el señor Malcom, que propicia una escena hilarante (y poco creíble) con el propio Mellors, tras unas copas de whisky. 

Lastran un poco la narración las disquisiciones filosóficas, mientras que son más interesantes las reflexiones sociales, sobre el comunismo (bolchevismo, lo llaman), la lucha de clases, la doble moral británica, la confrontación entre progreso y naturaleza y ese tipo de preocupaciones imperantes en la época, aunque sólo sea para ver qué se cocía entonces, qué preocupaba y qué movía a la gente.

Para acabar, habría que comentar el final, que llega por medio de una extensa epístola de Mellors a Connie, tras el incómodo momento de la confrontación entre esta y el patético Clifford. Más que por el final abierto que trasluce una cierta esperanza y deja abierta la reconciliación entre clases gracias al amor, echa para atrás la discursividad del hasta entonces casi lacónico (y sarcástico) guardabosques, que no cuadra con su forma de comportarse hasta ese momento. Por todo ello, no sabría muy bien si es una novela que ha sabido envejecer con los años o si le pesan en demasía los momentos casi bochornosos, como cuando él alaba su culo o habla de joder de manera zafia ("Eres un buen coño, de todos modos, ¿a que sí? El mejor coño de toda la tierra").

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