Cien años de soledad. Gabriel García Márquez. Cátedra (relectura)

(560 páginas. 12,30€. Año de edición: 2014)
Un clásico suele tener virtudes tales como contar con un inicio que se puede recitar como el abecedario, momentos que forman parte de la memoria colectiva, un final que remate un conjunto de manera que el asesinato sea perfecto, unos personajes reconocibles y la incitación permanente a ser releído cuantas veces sean necesarias. Releer libros mágicos como este es como volver a visitar ciudades inagotables como Roma, Venecia o París, un placer al mismo tiempo que una "obligación" (gozosa, claro). A veces es cierto que eso de volver a pisar sobre la pisada previa da ciertos reparos porque los recuerdos de la primera lectura (en mi caso, durante la carrera, en la asignatura de Literatura Hispanoamericana, un deslumbramiento conocer a Cortázar, García Márquez, Borges...) son inmejorables y te asusta que al recaer en la lectura puedas perder ese halo con el que lo encontraste (y te encontraste) por primera vez.

En esa primera lectura, Cien años de soledad (CAS) me supuso una explosión de colorido, de imaginación y de fantasía.  Te decían "realismo mágico" y al identificarlo con este libro las palabras brillaban, eran un júbilo, una celebración. Con pocas novelas se puede emplear con tanta propiedad el calificativo de redonda como aquí. La estirpe de los Buendía será inolvidable las centurias que hagan falta, contradiciendo lo que se dice en el texto. Y es que siempre nos quedará Macondo, por más que parezca haber sucumbido a la voracidad de las hormigas rojas.

La segunda lectura, como no podía ser de otra forma, ha vuelto a depararme algo parecido, he vuelto a disfrutar de la exuberancia lingüística y de la facilidad expresiva del autor. Y es que yo creo que el inicio es más bien un salmo hipnótico que te embruja:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
El embrujo (similar al del Quijote) sigue unas líneas después, cuando lees que "el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre" y es como si esas palabras hubieran existido siempre, parece imposible pensar en una fecha anterior a 1967 donde no estuvieran ya fijadas en el mundo. Pensar en un mundo sin CAS es difícil, qué orfandad. Es algo similar a pensar que este libro tuviera algún fragmento, alguna palabra, diferente a como la imprenta (y el talento de García Márquez, claro) fijó. Es como si el libro hubiera tenido esa forma desde siempre, no como si se hubiera construido palabra a palabra y destaco este fragmento que casi podría ser un resumen de todo:
De noche, abrazados en la cama, no los amedrentaban las explosiones sublunares de las hormigas, ni el fragor de las polillas, ni el silbido constante y nítido del crecimiento de la maleza en los cuartos vecinos. Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando con las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad quimérica de los grandes inventos, y a Fernanda rezando, y al coronel Aureliano Buendía embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando de soledad en el aturdimiento de las parrandas, y entonces aprendieron que las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos"
Con CAS, además, me imagino el proceso de su escritura (y me lo imagino ayudado por las varias menciones a pie de página en las notas de esta estupenda edición, cuyo prólogo es incluso necesario) con un Gabo sonriendo constantemente, disfrutando de ese universo que ya debía de estar configurado en su cabeza como si respirase de manera autónoma, pese a las líneas temporales y las confusas genealogías, pese a las equivalencias, las metáforas, las descripciones, pese al plan maestro de hacer recaer en una región imaginaria como Macondo el peso de todo el continente hispanoamericano a la par que servir como relato mítico del hombre. En fin, a pesar de toda la complejidad de la obra no me lo imagino más que dejándose llevar con deleite.

Por eso da igual perderse por las Úrsulas, los Aurelianos y José Arcadios. E incluso si no eres muy proclive a los delirios imaginativos, las sucesivas generaciones de personajes solitarios te van ganando con sus peculiaridades: los expansivos José Arcadio en contraposición con los taciturnos y huraños Aurelianos, por ejemplo. Siempre hay lugar para Remedios la Bella y su belleza e inocencia, impropias de este mundo; para Amaranta odiando a Rebeca y esperando y finalmente descartando a todos sus pretendientes; para Melquíades y su casi fundación de Macondo por ser el punto de partida de su relato, de su narración; para la estricta Fernanda, para el juerguista y glotón Aureliano Segundo, para la preciosa (aunque incestuosa) historia de amor entre Amaranta Úrsula y el último Aureliano... ("lo que más me duele -reía- es tanto tiempo que perdimos").

Del inicio me acordaba, claro, pero del final no tanto ("pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra") y la perfección del círculo dibujado después de recorrer los múltiples otros círculos contrapuestos en infinidad de espejos es maravillosa. No te puedes dejar de rendir ante el artificio del narrador sin contar esas prolepsis anticipando lo que luego se desarrollará con detalle, sino simplemente viendo cómo García Márquez se oculta detrás de la interpretación de los manuscritos escritos en sánscrito por parte de Melquíades.

Leer CAS es conseguir que Macondo nunca muera, pero también es como resucitar a Gabriel García Márquez, a quien se puede cometer la osadía de llamar por su apodo porque visitar sus palabras es como conocerle, como participar de esa sonrisa perenne mientras daba forma este libro. Siempre a cambio de que al terminar se le dé las gracias, claro está.

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