(176 páginas. 17,50€. Año de edición: 2010) |
Salmón, por fin, tras un asomo de duda que me dejaron sus dos anteriores novelas, me ha despejado por completo la raíz de su esencia: ese tío es un increíble PEDANTE. Este libro que pretende reflexionar sobre el arte a través de las biografías de tres pintores (sólo Rothko real) y la del escritor Bocanegra (trasunto suyo) no es sino un panegírico de sí mismo. Si habla de la grandeza de las obras de arte, en realidad quiere referirse a su propia grandeza, tanto como creador como persona dotada de la suficiente (notable, perdón) inteligencia para valorarla.
En cuanto a novela, queda desvaída, no se sostiene por ninguna parte, le falta unidad y cohesión. Pasamos de Adriano de Robertis (1300-1400) a Mark Rothko y Vsévold Semiasin (apoteósico, por la otra punta, su encuentro con Stalin) a través de capítulos numerados y escenas un tanto inverosímiles (uno que pinta una virgen barbuda tras la muerte de su hijo por la peste, otro que se come sus propios cuadros). Dominio del léxico, vale (no se puede decir lo mismo de la sintaxis), pero no de la novela.
Lo revelador, sin embargo, lo encontramos en los pasajes de Bocanegra, ese gran escritor intuido desde los 18 y que en 2040 (así se cierra el libro, tras una salva de aplausos que arranca su discurso) obtiene el Nobel. ¿Se puede tener más autoestima y menos vergüenza o humildad para escribir de sí mismo lo siguiente?: “está consolidándose una vocación. Porque hasta entonces ha escrito un puñado de páginas apresuradas, relatos construidos con evidente talento”, “Ambos borradores son magníficos espejos a los que asomarse para admirar cómo funciona (…) la máquina de un escritor llamado a grandes logros”, “su talento para la metáfora (…), su extraordinaria capacidad para la asociación inesperada”, “Cualquier profesor de Literatura, por débil que fuera su intuición y por devorada que estuviera su inteligencia por la rutina del trabajo escolar, tuvo que sentir (…) que se encontraba ante un escritor in pectore, dotado de un vigor inesperado para su edad” (no sé si se daría cuenta, pero si fuese yo su profesor me habría dado cuenta del ego alucinante de este tipo que debió de ser un alumno repelente). En fin, para qué seguir, si hasta se autogalardona con el Nobel…
Es por eso quizá, porque estamos ante un “genio” encantado de haberse conocido (no entiendo las reseñas tan favorables de esta novela) y capaz de tamaños logros, por lo que repite una y otra vez (cansinamente) esa frase luminosa y certera que da título al libro (La luz es más antigua que el amor. Muchas gracias por iluminarnos, Salmón (y que conste que no existe esa ironía en el libro, en ningún momento el tono pierde comba con la seriedad y la parábola). La próxima vez que quiera leer a alguien que se jacta de lo bueno que es, me leeré a Marías, que lo hace de manera sutil y, este sí, conoce los mecanismos de una novela.
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