(384 páginas. 14,50€. Año de edición: 2010) |
Desde la primera frase (“Aquél fue un verano fabuloso”), la prosa de Vargas Llosa capta el interés. Pronto vamos a seguir una maravillosa historia interrumpida de amor entre el narrador, Ricardo Somocurcio, y la niña mala, con tantos nombres como historias se inventa para (luego lo veremos) huir de su triste y pobre vida limeña:
Primero enamorado “como un becerro” de Lily en su adolescencia en el barrio acomodado de Miraflores (seguimos en Perú), una de las dos chilenitas (la otra es su “hermana” Lucy), chispeante y descarada al bailar, que le dice tres veces que no las tres veces que “cae” sobre ella; luego de la guerrillera Arlette, en París, antes de que el grupo revolucionario MIR se la lleve a Cuba para finalizar su instrucción (aunque a ella poco le importe la revolución); luego, otra vez en París, tres años después, convertida en madame Robert Arnoux (se ha casado con un funcionario diplomático francés); más tarde, en Londres, ya instalados en la segunda mitad de los sesenta, como mrs. Richardson, en el ambiente aristocrático y caballístico del Gran Nacional del swinging London; más adelante, en el periodo más oscuro de toda esta turbulenta relación, en Japón (Tokio), como Kuriko, en calidad de amante-esclavizada por el siniestro y sombrío Fukada, un traficante de polvos preparados con colmillos de elefantes y cuernos de rinocerontes; al término de esta relación autodestructiva, la niña mala, maltratada y enferma, tras un supuesto paso por Laos donde la violaron indiscriminadamente unos policías corruptos (luego se ve que no es así, que los daños vaginales se los ha provocado en los pervertidos y depravados juegos sexuales de Fukada), vuelve a París, donde pasa por el Hospital Cochin, la clínica privada de Petit Clamart (que le paga el “niño bueno” tras volver a perdonarla) y acaba casándose (para legalizar sus papeles) con Ricardo, pasando a ser madame Ricardo Somocurcio (tras un previo abandono en falso que provoca un intento de suicidio, sofocado por un clochard (mendigo) parisino, que le impide arrojarse por el Pont Mirabeu.
Parece que la vida medioburguesa (aunque interrumpida durante unos días en una visita por Perú para visitar a su tío Ataúlfo, donde va a conocer el pasado más lejano de la niña mala, descubriendo su verdadero nombre, Otilia, de la boca de su padre) va a ser el punto final de tanto desencuentro, pero después de unos meses de paz y felicidad (para el niño bueno), la niña mala se cansa y se va. Se volverán a reencontrar en Madrid, ya en los años ochenta, en el barrio de Lavapiés. La niña mala, muerta de celos porque Ricardo vive con una chica veinte años más joven que él, la italiana Camilla, ya gravemente enferma de un cáncer terminal, quiere pasar sus últimos momentos de vida. Desde la adolescencia hasta casi los sesenta años, ese trayecto vital nos es narrado con una total fluidez.
No sólo la historia engancha por lo que concierne a esta pareja de protagonistas, sino que los ambientes que nos van refiriendo (la Lima despreocupada de los primeros años 50; el París empapado de cultura y atento a los movimientos revolucionarios en Hispanoamérica en la segunda mitad de década; el Londres que alterna entre el movimiento hippy y la exclusiva aristocracia del mundo de la hípica en los 60; el opresivo y tenebroso Tokio; el Madrid aperturista y renovador de los 80. Y luego, la maestría narrativa de ir apoyándose en una galería de secundarios que acompañan esta trayectoria vital de Ricardo: desde los amigos de la infancia, pasando por el gordo y revolucionario Paúl (muerto en su intento de revolución en Perú) en sus primeros años parisinos, el despreocupado, liberal retratista de caballos Juan Barreto (muerto de SIDA), su compañero traductor Salomón Toledano (el Trujimán de Château Meguru, un local de citas de Tokio), el niño mudo Yilal y sus padres Simon (belga) y Elena (venezolana) Gravoski, vecinos del edificio de la rue Joseph Granier; el viejo Arquímedes, constructor de rompeolas gracias a su especial relación con el mar, que resultará ser el padre de la niña mala; y la apasionada y diseñadora de decorados teatrales Marcella en su última etapa. Todos están retratados de manera que parecen seres humanos de carne y hueso, por lo que no resultan farragosas (todo lo contrario) las especificaciones sobre sus propias historias (como podría ocurrir con un mal novelista, que recurriese a estos personajes para dar descanso a su trama principal).
Si bien Travesuras de la niña mala es de todas las novelas de Vargas Llosa la más sencilla estructuralmente, contada de forma lineal y cronológica, estos aspectos que he especificado (por ejemplo, denomina cada capítulo por los apodos de estos secundarios: Las chilenitas, El guerrillero, Retratista de caballos en el swinging London, El Trujimán de Château Meguru, El niño sin voz, Arquímedes, constructor de rompeolas, Marcella en Lavapiés) enriquecen la trayectoria vital de este par de personajes equidistantes (mientras que el sueño de Ricardo es simplemente vivir en París, el de la niña mala es alcanzar la riqueza a toda costa, y por eso es inconformista y amoral), personajes con innumerables matices que van desde la anodina existencia y la falta de límites de él, hasta la falta de escrúpulos y capacidad de adaptación de ella. Si bien todo lo narrado es dotado de interés y vitalidad, realmente en los encuentros espaciados entre ambos es cuando saltan chispas, como por ejemplo en sus encuentros sexuales, narrados con bastante detallismo (por ejemplo, la afición de la niña mala por el sexo oral que Ricardo le procura) y al mismo tiempo naturalidad. No nos cansan ni nos aburren ni nos parecen reiterativos sus encuentros y desencuentros (consigue dotarlos de verosimilitud pese que a veces resultan casuales e increíbles ), ni tampoco las huachaferías que el pichiruchi (mote de Ricardo) le prodiga. De hecho, esta novela puede ser un buen marco de entrada a la formidable narrativa de Vargas Llosa.
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