El mapa y el territorio. Michel Houellebecq. Anagrama

(384 páginas. 21,90€. Año de edición: 2011)
Dividida en tres partes y un epílogo, la novela es una especie de biografía ficticia realizada en un futuro no demasiado lejano de Jed Martin, un artista que triunfa gracias a su punto de vista frío y distanciado.

En las dos primeras partes asistimos casi linealmente a sus inicios. Lo más destacable es la peculiar relación con Jean Pierre, su padre, un arquitecto de funcionales balnearios a quien ve una vez al año, en Nochebuena, en su propia casa. Su madre se suicidó años atrás, aunque esto es algo que el padre le contará cuando le descubren un cáncer. Así, pues, casi la única relación que mantiene es con su doliente caldera, ya que ni siquiera su relación con Olga, una rusa representante de Michelin a quien no detiene cuando le ofrecen un aumento de sueldo y un traslado, le aporta demasiada humanidad, puesto que vive por y para su arte, arte que Franz Teller, un galerista con poca formación y mucho ojo, le expone, aunque Jed siente hacia su obra una constante insatisfacción.

El éxito de Jed Martin es progresivo, pero imparable: desde las fotografías de los mapas de carretera de Michelin (a través de las cuales conoce a Olga), pasando por una serie de retratos que describen las profesiones propias del capitalismo (un carnicero, una escort-girl, un arquitecto, Steve Jobs y Bill Gates...; el único que se le resiste es el cuadro Jeff Koons y Damien Hirst repartiéndose el mercado del arte, que le hace replantearse que el ciclo de pintura está terminado y que supone el punto de partida de la novela), para culminar con una tercera etapa en la que graba en vídeo escenas extremadamente lentas (reproduciendo la vida en el bosque, objetos industriales o la degradación de fotografías): esta última etapa llega casi a modo de epílogo, en un momento temporal lo más aproximado al presente a la narración, pero ya encuadrado en ese futuro desde el que se parte. El punto en común en todas estas etapas artísticas es el tono escéptico, agnóstico y despegado, que reflejan el posicionamiento del autor con respecto a la vida.

Antes de la exposición de su obra pictórica, Franz le pide que contacte con un escritor para pedirle la escritura de una reseña sobre la obra. Ahí es cuando el propio Houellebecq entra en escena (previa intermediación del escritor Beigdeber) y preludia el giro inusitado de la tercera parte. Y es que el artista empatiza con el escritor, pese a que este está inmerso en su vorágine de autodestrucción y aislamiento. ¿Quién sino Jed martin puede apreciar la visión descarnada y corrisiva del autor francés, para quien nada merece la pena, todo se descompone y degrada, y más si son las relaciones personales? Tanto conecta con él que decide pintarle un retrato y precisamente ese retrato es el que más valor cobra, puesto que la exposición resulta un tremendo éxito.

Pero el giro se produce en la Tercera parte, donde el hasta el momento omnipresente Jed da paso a un funcionario policial que atiende un asesinato brutal. ¿Y quién es la víctima? El propio Houellebecq. Pese a que se siguen los pasos de un thriller policiaco, simplemente estamos ante una vuelta de tuerca con resonancias personales y simbólicas, donde lo de menos es la resolución (el asesinato no es la obra de un psicópata asesino en serie, sino de un ladrón que se hace con un cuadro valorado en un millón de euros).

El mapa y el territorio hace gala del descreímiento habitual del autor, aunque sin llegar a los extremos nihilistas de anteriores obras. La narración engancha por su sobriedad y esas maneras un tanto forenses para dictaminar la destrucción del capitalismo (se conjetura un futuro que supone una vuelta a las raíces de la producción artesanal) y del propio ser humano.

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