232 páginas. 10,50€. Año de edición: 2010
A priori, un libro basado en la vida del poeta Miguel Hernández es un modo más que interesante que acercar su figura a los estudiantes, si es que sus poemas no son la mejor carta de presentación que pueda existir de él. El intento, enmarcado en el centenario del poeta, pues, merecía la pena, sin duda.
A medio camino entre la novela y la biografía, gana este último género la partida, por más empeño en darle vida a Miguel Hernández a través de diálogos e inquietudes y deseos. Dividido en 12 capítulos y un epílogo, no termina de resultar creíble, sin embargo, o al menos no transmite una humanidad redonda. El autor se quiere ceñir a los datos biográficos y no trasciende esa línea documental (lo mejor del libro, sin duda). Así, no se puede desprender de, si no superficialidad, sí un vuelo demasiado raso, sin altura ni alcance. Es como si estuviéramos ante una realidad en dos dimensiones y no pudiera alcanzar la tercera.
Es una pena, ya digo. Me resulta difícil de creer que a los alumnos no se les haga pesada y aburrida la lectura. Datos y más datos, viajes y más viajes, lágrimas y abrazos con los amigos, nombres y más nombres, poetas de renombre como meras carcasas (Federico García Lorca, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Buero Vallejo..., muchas veces incluso representados a través de un estilo directo que deja a las claras el burdo intento de transmitir sus voces).
Demasiada repetición si se quiere elaborar una estructura novelística que no sea reiterativa y cansina. Se echa en falta la reproducción de algún verso y no se explica cómo consiguió escribir sus últimos poemas en la cárcel. Por si fuera poco, a pesar de tanta mención hay momentos en los que sientes como que te han hurtado la información clave. Y es que no parece demasiado acertada esa primera persona para transmitir la vida de Miguel Hernández. No resulta creíble que uno de los mejores poetas sea incapaz de arrojar al menos un par de líneas de altura o de expresarse en algún diálogo de manera brillante, algo lógico y por lo que hubiera sido válido emplear el recurso de un testigo (bien real, bien falso) que hubiera recogido los datos claves de la vida del autor homenajeado.
La impostura se remata en el último capítulo, en el que toma la voz (inexplicablemente, por más que sea el recurso para dotar de coherencia narrativa el episodio de la muerte de Miguel Hernández) Joaquín Rocamora, compañero de cárcel del poeta. Lo grave es que no se distingue nada su estilo con el de los capítulos precedentes. Queda al descubierto, pues, la falsa voz de Mariano Vela.
No nos llegan ni los ecos de la tumultuosa época en la que vivió. Leemos las injusticias que se cometieron sobre él, la incertidumbre de los momentos previos al estallido de la guerra civil, pero no nos creemos nada. La culpa, sin duda, sobre todo recae en esos diálogos que provocan incluso sonrojo:
-Sí, he de salir de esta mierda si quiero ver cómo crece mi hijo. Tendré fe. La comida y las medicinas que me traes me alivian.
Por todo ello, ya digo, no la recomendaría con demasiado entusiasmo, aunque contiene aspectos (entre ellos, el empeño por acercarnos la figura de Miguel Hernández) que hacen que esta lectura sea merecedora de no quedar desterrada de las listas de literatura juvenil.
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