Publicado en 1876
Es indudable que muchos de los capítulos del libro han pasado a formar parte del acervo popular y de la memoria colectiva. Tom representa al mismo tiempo la inocencia de la infancia y el ansia de aventuras de la juventud. Es por eso que momentos como la pintura de la cerca, las aventuras como piratas en la isla, las travesuras en la escuela, el peligro que corre junto a Becky Thatcher en la cueva, la búsqueda del tesoro con su amigo Huckleberry Finn, la feroz oposición del antagonista Joe el Indio resultan por sí mismas independientes. Este conjunto de aventuras yuxtapuestas conforman un libro entretenido, con una prosa capaz de elevar a un personaje como símbolo o mito.
Ahora bien, dudo que esta lectura pueda enganchar a nuestros jóvenes: primero por el exceso descriptivo (todo lo que no sea acción les suele aburrir, lo cual no es crítica, ni mucho menos: sin este proceder estaríamos perdiendo una parte fundamental de la obra literaria), luego por un léxico abrumador para ellos, pero sobre todo juega en contra de esta novela el cambio de mentalidad producido (por ejemplo, respecto a las supersticiones, que juegan un papel destacado en muchas acciones, ahora se verían con incredulidad, cuando no con chanza o desprecio) y el paso (y el peso) del tiempo, que ha cambiado de raíz el sesgo de los entretenimientos de los chicos: ya no se hacen novillos para ir a nadar o jugar por el bosque, han desaparecido juegos como las tabas o las canicas, no se intercambian objetos, la imaginación ha perdido protagonismo... Tom Sawyer debería ser la referencia a seguir de un niño, pero ahora se le vería como un extraterrestre.
Sin embargo, otros aspectos sí que revelan una mejoría con respecto a aquellos tiempos: el papel de las niñas en la sociedad, cómo era la escuela, la importancia de las creencias sin fundamento, la segregación racial...
En cuanto a la técnica narrativa, esta novela de Mark Twain sí que muestra una cierta pérdida de vigencia que la entronca más con El buscón de Quevedo que con la línea abierta por Cervantes en El Quijote: ese narrador demasiado omnisciente que acompaña a Tom y lo abandona en algunos momentos para conseguir (torpemente) incrementar la intriga; la linealidad del relato; la poca o nula evolución de los personajes, definidos y fijados al principio, no modificados según los acontecimientos o el paso del tiempo; personajes secundarios concebidos más como simple fondo o como arquetipos; y, por último, la moralidad que atufa casi todos los finales de los capítulos.
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