La playa de los ahogados. Domingo Villar. Siruela

(448 páginas. 9,49€ -ebook-. Año de edición: 2016)
Muchas veces te gusta y te viene bien que un librero te recomiende algún libro. Si te pasa en la feria del libro, todavía mejor. Así que vaya por delante el agradecimiento a la librería Fábula. Porque dentro de la novela negra, La playa de los ahogados cumple los cánones pero va un poco más allá, como los buenos libros.

Además de la trama policiaca, la protagonizada por el inspector vigués Leo Caldas, que investiga el caso del ahogado Justo Castelo, un pescador introvertido y dado a la depresión pero un buen hijo como declara su hermana Alicia, tenemos una sinfonía de detalles que le dan profundidad y realismo al caso. Por ejemplo, es inevitable leer el libro sin desear darte un paseo por esas calles de Vigo y esos pueblos de alrededores, incluso con esas pertinaces lluvias que acompañan y perfilan el paisaje gallego. O sin desear darte un capricho de percebes o marisco en general. Uno de los mayores méritos del autor, sin duda.

Otro es la introspección en el protagonista, un hombre tranquilo, reflexivo, un tanto  dado a procrastrinar (sobre todo con el trabajo burocrático), de costumbres, dado a marearse (de ahí la ventanilla bajada y los ojos cerrados en los trayectos en coche, por no hablar de la experiencia pesquera con el amigo de su padre, el doctor jubilado Manuel Trabazo), muy responsable con su trabajo, del que le cuesta mucho desconectar y no deslindar con su vida privada, como le hace saber un tanto bruscamente su compañero Rafael Estévez, el rudo aragonés.

Buena parte de culpa de esto último es la separación con su mujer o novia, Alba, quien solo aparece en una llamada telefónica pero está casi omnipresente en el pensamiento del inspector. La soledad parece una elección suya, como bien le recuerda su padre, quien está a punto de incluirle en el libro de los idiotas que él mismo se encarga de actualizar recordando todas esas personas que se ganan a pulso figurar en él. La dimensión humana de Leo se completa con ese sentimiento de culpa casi continuo por no visitar tanto a su tío Alberto ingresado.

La contraposición del inspector con la figura de Estévez vertebra uno de los principales aciertos del libro: la acusada diferencia entre la cerrazón gallega y ese talante más echado para adelante, más tosco y directo del aragonés, que da lugar a multitud de diálogos casi hilarantes en los que el compañero de Caldas se desespera, al mismo tiempo que dinamiza y anima el ritmo lento predominante. Es algo así como un pálido remedo de Sancho Panza, salvando las distancias.

La novela, escrita en tercera persona, disfraza bastante bien el narrador omnisciente, puesto que sobre todo pone el foco en Leo Caldas. Casi siempre vamos a ver al resto de personajes a través de sus ojos, filtrándonos por tanto sus impresiones y afectos. Rafael se nos muestra como un bruto sin muchos miramientos, estima mucho a la eficiente agente Clara Barcia, tenderá a proteger al hijo de Rebeca Neira aunque todas las sospechas recaigan sobre él y, en general, se abstendrá de etiquetar o prejuzgar a ningún testigo. Alguien tan neutro como él le viene de perlas al autor para no inclinar la balanza peligrosamente.

A pesar del ritmo pausado, como la duración de los 86 capítulos (señalizados por definiciones de diccionario de palabras que tendrán que ver en mayor o menor medida con la secuencia:  ahogar, rescoldo, pendiente, etc.) es breve, la lectura resulta muy amena. Los pasajes descriptivos, bastante frecuentes, son parte fundamental de lo que se nos narra, y es imposible no trasladarte al norte. Algo por el estilo sucede con los diálogos, con los que conocemos buena parte de la psicología de los personajes. 

Y luego la trama se nos es desgranada con la paciencia de un orfebre, poco a poco, como seguramente sea la investigación de un caso, poco que ver con lo que estamos acostumbrados a ver en series, donde a menudo se resuelven los asesinatos en poco más de 24 horas y pase usted al siguiente episodio. Aquí nos encontramos con un molusco bien cerrado, casi hermético, y habrá que ir escarbando para encontrar alguna hendidura donde poder aferrarse.

La primera ranura se la ofrece el forense Guzmán Barrio, quien descarta el suicidio por la posición de las bridas verdes atadas a las muñecas del Rubio. Ese mínimo detalle, destacado en el libro, decanta una investigación que si no hubiera sido rutinaria, declarando al muerto suicidado sin más. Entre eso y el carácter pertinaz de Caldas, que persevera cuando todo era embrollo y oscuridad, vamos acercándonos a esclarecer la verdad.

Apenas tenemos un hilo donde agarrarnos, el hundimiento del barco pesquero llamado Xurelo, capitaneado por Antonio Sousa, en el 96 (en el libro estamos, si no he contado mal, en 2009, 13 años después de ese hecho), suceso que tendrá bastante relación con el caso actual. Y es que en dicho barco navegaba Justo Castelo, además del marinero José Arias, que después del naufragio partió para Escocia y hace un par de años regresó, o del ahora empresario Marcos Valverde, cuya vida nada tiene que ver con el mar ahora. 

Habrá que traspasar más de la mitad del libro para que ese hilo nos lleve al cabo suelto de la desaparición de Rebeca Neira, y ya para entonces, si no te han atrapado las lluvias en Vigo o los madrugones para visitar la lonja de Paxon o las tertulias de los catedráticos en la taberna del Eligio que lleva tentando a Caldas su amigo Carlos o los golpes de humor casi siempre concedidos por los contrastes con el entrañable Estévez, te habrás decantado por pasar las páginas que quedan para saber lo que ocurrió con Castelo y con el Xurelo. Y acabarás pensando en la infinidad de años que llevas sin comer percebes...

Algo que no sucede con la fallida adaptación al cine, pese al buen reparto (Carmelo Gómez de Caldas o Luis Zahera como Arias, por ejemplo), y no solo porque los acentos no están conseguidos o porque haya más sol que en Andalucía, sino porque es una película acelerada, que no se acompasa a esa pausa que necesita el libro y la historia. Eso habla del mérito de la novela.


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