Tierra de campos. David Trueba. Anagrama

(408 páginas. 20,90€. Año de edición: 2017)
Hacía tiempo que no disfrutaba del placer de leer un libro casi del tirón, en tres días exactos, y aunque no me guste volar, ahora tengo Tierra de campos indisolublemente unido a La Habana y al barco MSC. Ayuda para esta lectura prolongada, por supuesto, la prosa fácil del autor, y con fácil no quiero que suene a desmerecimiento. Me refiero al ritmo dinámico, al estilo retórico justo para transmitir belleza al mismo tiempo que naturalidad, además de contar una historia común, sin estridencias, una trama reposada, con su punto de lirismo e intimidad.

El libro nos cuenta la vida del cantautor Daniel Mosca desde sus orígenes en un callejón sin salida del barrio de Estrecho (tan reconocible para nosotros, ¿verdad?) hasta su posición acomodada y algo desengañada del presente, con sus dos hijos, Maya y Ryo, como referentes suyos. Como ocurre en muchas ocasiones con Martínez de Pisón (quizá los relaciono porque Trueba y él fueron los dos escritores a los que requerimos firmas en la Feria del libro), parece que estemos ante un relato lineal, pero tal literalidad no existe, el viaje de Dani por la tierra de Campos para enterrar los restos de su padre en la tierra que le vio nacer y crecer, se convierte en un repaso vital que entremezcla presente y pasado. 

Trueba distingue una cara A que corresponde al viaje en sí en el coche fúnebre conducido por un chófer ecuatoriano llamado Jairo y una cara B, ya cuando llegan al pueblo. A su vez, ambas caras están jalonadas por una especie de epígrafes o frases (quizá títulos de canciones) con las que suele empezar o acabar algún parágrafo; algo que no deja de convertirse en una marca que facilita la lectura (aunque yo hubiera preferido una más tradicional división en capítulos).

Después de dedicarle el libro a su hermano Fernando, "que nunca sigue los caminos que llegan a Roma", supongo que en alusión a las polémicas suscitadas con sus declaraciones antipatrióticas, el estilo es fiel a sí mismo o a sus anteriores obras (sobre todo a Cuatro amigos), con un sentido del humor que subyace en casi todo momento, aunque por otra parte quede un cierto regusto amargo, desengañado. El protagonista no deja de ser un fiel reflejo del problemático sujeto de hoy en día, desorientado, desilusionado, anhelando la felicidad pero procurándose en cierto modo la infelicidad con sus tendencias infieles o su permanente insatisfacción.

Lo bueno del carácter de Daniel (que por otra parte es muy suyo) es que en ningún momento se escuda en la pronta enfermedad de su madre, aquejada de demencia o alzheimer, ni cae en la autocomplacencia, como tampoco le ocurre a su padre, un gran personaje al que la idealización no le impide alcanzar cotas de gran realismo por medio de sus contradicciones. Cuando su esposa pierde la memoria (o se evade de la realidad), todos sus esfuerzos por atenderla y cuidarla caen en saco roto, resquebrajando esa familia que pendía de un hilo. 

El vendedor a domicilio, forjado a sí mismo y escudado en refranes y saber popular, en esa ya arcaica fe en el esfuerzo personal y en el trabajo, en el lema de que vas a recibir lo que des, no llega a entenderse en casi ningún momento con el hijo, que abandona la carrera para dedicarse a lo que le gusta, la guitarra, componer canciones, darle vida al grupo musical Las Moscas, fundado junto con sus amigos del colegio, Animal y Gus. La parte más emotiva de la narración viene en esa incomunicación o esa incomprensión padre-hijo, aunque eso no impide que el vínculo sea profundo.

De los dos amigos ya citados, es Gus quien alcanza una mayor relevancia. Ese extravagante muchacho que renegó de los beatos límites abulenses para cifrar su identidad en una libertad que incluso traspasa la frontera de la sexualidad al uso, será la segunda mayor referencia para el narrador. Gus, de fuerte personalidad, se enfrenta a los insultos colegiales que lo tildan de maricón, y saca adelante sus sueños que se cifran en la fama y el éxito.

Pronto se nos habla de Gus en pasado, pero no quita para que sea el personaje mas carismático o magnético del relato. Porque Animal es más como un perro fiel, bruto e irreflexivo aunque a la vez tierno con los hijos de Daniel, temperamental pero abnegado, mientras que Gus es siempre soplo de aire fresco, arrebatado, es afán por alejarse de lo chabacano (veníamos de un periodo histórico que tenía mucho de eso, y de retrógrado: quizás Gus sea algo así como la representación metafórica de la llamada Movida madrileña, la vertiente más escapista y lúdica de la Transición), aunque por el camino se enganche a la droga. 

La pérdida de este amigo será algo que Daniel no termine de superar, por encima de Oliva, su primer gran amor, el propiciado por esa chica nadadora de gran fuerza física pero no tanta sensibilidad; e incluso por encima de Kei, su mujer japonesa y madre de sus hijos, por la que se quedó a vivir cinco años en Tokio, aunque realmente no la conociera o no se molestara por conocerla, de ahí su actual separación.

Se podría mencionar algún secundario más, como Bocanegra (uno de los mandamases de la discográfica), que dentro de los cánones de la industria es de lo más legal; Martán, el bajista del grupo; Marina, con la que se acuesta ocasionalmente; Raquel, su representante, con la que no se acuesta y por tanto funcionan bien en lo profesional;  Eva, la amiga modelo de Gus; Jandrón, al que conoce de niño como un chico más bien bruto (que se lo digan a la gallina) que acabará siendo alcalde del pueblo del padre y organizará los preparativos para su segundo funeral, así como un homenaje al vecino más famoso del pueblo, en ese enfoque humorístico que también se consigue con Jairo; Paula, sobrina de Ignacia, un amorío adolescente del pueblo, uno de esos personajes luminosos aunque apenas aparezca en pocas páginas; o Lourditas, también del pueblo, pero perteneciente a la trama del padre, una mujer que se metió a monja y murió de misionera (junto con las extrañas  y no aclaradas circunstancias de la muerte de Gus, son los únicos puntos argumentales más rebuscados).

El recorrido vital de Dani nos sumerge en esa época que perteneció a mi niñez y adolescencia (aparte del presente narrativo, destaca el esbozo de los años 80 y 90). Si bien la ambientación musical, incluidas las presencias de Serrat (a quien hace de telonero en una gira por Europa y Japón) o, más tangencialmente, Luz Casal (a quien compone una canción) o Antonio Flores (representando el papel de los excesos), aportan buena parte de la materia narrativa, hablando de la vocación musical de Mosca y su lucha por componer y hacerse un nombre en el mundillo de la música, me parece más conseguida la parte nostálgica que correspondería a mi etapa estudiantil, al paso de la niñez a la adolescencia, a nuestra nunca completada madurez. 
No le hace falta al libro ser redondo (la parte del presente pierde fuerza en la cara B; el personaje de Jairo queda demasiado relegado; el retrato del ambiente de época muchas veces es demasiado anecdótico o superficial) para ser una lectura totalmente recomendable, con pasajes muy hermosos:
Almudena quedó en presencia fugaz (...) Pero alimentó mi fascinación por las ocasiones perdidas, los encuentros fallidos, los cruces de miradas, las líneas sin continuación (p. 60).

Mi padre me enseñó que un padre puede llorar delante de sus hijos, que eso otorga un valor a las lágrimas que los niños no conocen, porque los lloros infantiles son siempre caprichosos, intrascendentes, oportunistas. Pero las lágrimas de un padre son de plomo (p. 106)

No quería que mis hijos heredaran la estúpida obsesión de os españoles con todo lo que tiene que ver con la muerte. Me gustaría que (...) aprendieran a dedicarle sus mejores esfuerzos al hecho de estar vivos (p. 198) 
Hay pasado por todas partes (...). Hay pasado en el presente y hay pasado en el futuro (...). Del pasado se huye, pero se regresa para buscar resguardo, en un movimiento contradictorio. El pasado es nuestro futuro (p. 258)
Hablamos de nada un rato mientras yo pensaba que en la primera mitad de la vida lo que más importa es la apariencia externa, pero cuando entramos en la segunda mitad sólo nos sostienen los cimientos, los pilares ocultos donde se asienta la estructura de nuestra personalidad (p. 341)

Por último, en la página de Anagrama, me he encontrado con la BSO del libro:

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