(230 páginas) |
Antes de empezar con la reseña, una queja que nada tiene que ver con el libro: ¿por qué me han robado la lista de enlaces que tenía a la derecha? Ni explicaciones ni nada, un hurto en toda regla por parte de blogger. En fin...
Siento dilatarme, pero lo siguiente es señalar que he leído este libro en versión e-book y mi segundo apunte es otra queja: no me termino de acostumbrar a no poder pasar físicamente las páginas de papel. Me cuesta un mundo releer algún pasaje previo y lo de las anotaciones, tres cuartos de lo mismo. No, no creo que acabe pasándome a este formato, aunque es innegable que tiene muchas ventajas, como la comodidad de uso, y las desventajas más bien son achacables a hábitos adquiridos, si no manías anacrónicas. Y ahora sí, vamos al tema.
Y el tema resulta curioso: la fama de este libro es extraordinaria, pero las interferencias a lo largo de los años son numerosas. La primera es identificar a Frankenstein con el monstruo, casi de inmediato. Como casi de inmediato cierras los ojos y ves al ser con cabeza cuadrada y tornillos en las sienes. Te das cuenta de que este clásico en realidad es un desconocido, y te sorprende que la serie Penny Dreadful se acerque enormemente con su John Claire al personaje ideado por Shelley.
Del libro me ha interesado ese prólogo en el que la autora refiere cómo se gestó la obra. A sus tiernos 18 años, en algo así como una recreación moderna del Decameron, sus amigos y ella, aburridos en las montañas de Suiza, deciden contarse historias de terror (para que luego digan que no han hecho daño las nuevas tecnologías, ponte tú ahora a pedir algo así, que lo mismo te apedrean); amigos entre los cuales se cuenta el poeta lord Byron. Como quien no quiere la cosa.
Entramos luego en la novela y nos encontramos a un tal Robert Walton, de expedición al Polo Norte, que escribe cartas a su hermana, entre las cuales extraña tener algún amigo, algún alma elevada que comprenda la suya y con la cual poder abrir su corazón y su también elevado intelecto. Le rodea la morralla, y le asedia el aburrimiento (un poco snob sí que parece). Cuando peor pinta la expedición, se encuentran con un par de personajes extraños, entre los cascotes de hielo. Al segundo lo recogen, medio congelado el hombre. Cuando se recupera un poco, le cuenta su historia para que prevenir al joven Walton de los peligros de la ambición y del saber.
El hombre no es otro que Victor Frankenstein, un joven suizo estudiante de medicina en Ingolstadt (Alemania). A medio camino entre los horizontes filosóficos y los avances científicos, decide desafiar los límites del ser humano y jugar a ser Dios (la obra se subtitula el moderno Prometeo). Coge distintas partes de cuerpos muertos y, mediante el gran avance del siglo que era la electricidad, le insufla vida. Es cuando se da cuenta del espanto que ha cometido y huye. Cuando regresa, su criatura ya no está. Hasta aquí vendría la primera parte.
Tras una severa crisis nerviosa en la que su fiel amigo Clerval le asiste, decide volver a Ginebra. Allí le espera una familia entregada (salvo la madre, ya muerta) y una mujer, Elizabeth Lavenza, amparada por sus padres desde pequeña y que siempre ha tenido afinidad con Victor. Sin embargo, al llegar, y un poco rocambolescamente, se encuentra con que su hermano pequeño William ha sido asesinado. Y los focos de la culpabilidad apuntan a la bondadosa Justine, criada de la familia.
Enseguida Victor sospecha que su criatura está implicado, pero se calla como una p..., no dice nada, y ajustician a Justine. Así que nuestro torturado protagonista se reconcome si cabe todavía más. Cómo decir que ha dado vida a un monstruo de más de dos metros y que ese monstruo (o demonio, como le llaman frecuentemente) es el asesino. Cuando se reencuentre con él, en las alturas del Montblanc, alejado del mundanal ruido (la obra es hija de su tiempo, y bebe de todos los tópicos atribuibles a este periodo literario, el del Romanticismo: el próximo encuentro ocurrirá en un cementerio), dará comienzo a la explicación desde su punto de visto.
Pasamos a un tercer narrador en la historia, el propio demonio. Es la parte más interesante de la obra, sobre todo porque esta criatura tiene que aprender de cero, como si de un bebé se tratara, con la salvedad de que su entorno le devuelve la espalda. Es un monstruo horrendo que despierta el pavor allá donde quiera que vaya, por lo que aprende a refugiarse de los seres humanos.
Decide esconderse en el cobertizo de una familia refugiada que a duras penas sobrevive, aunque le muestran a la criatura la compasión y la bondad, además de enseñarle indirectamente a hablar (Safie, la prometida de Felix, tiene que aprender el idioma). Y es que el anciano ciego De Lacey es un modelo intachable de conducta, así como sus hijos Félix y Agatha. Como quiera que esta familia es intachable, la criatura se arma de valor y decide probar suerte. Si estas personas tan generosas y justas le dan la espalda, habrá perdido toda esperanza de encajar en el mundo.
Y el experimento resulta un fracaso, por lo que el demonio decide torturar a su creador, el que ha originado tanto dolor en su existencia. Viaja a Suiza (él se mueve de manera ágil y rápida, además de con fuerza sobrehumana) y trata de llamar la atención de su amo. Le pide una hembra como él a cambio de alejarse para siempre, y su elocuente discurso convence a Victor para ponerse manos a la obra. Para eso, viaja a una isla de Escocia, acompañado en principio de Clerval.
Con la "monstrua" a medio hacer, decide desdecirse, lo cual desata la ira de su criatura. Y aunque está bastante claro que su venganza se desatará contra los seres queridos que le quedan, y más cuando Clerval aparece muerto, el tonto'l haba de nuestro protagonista cree que será él la víctima de su ataque, en la noche de bodas con Elizabeth. A partir de ahí Victor lo perseguirá, y la criatura se divertirá dejando perseguirse, hasta que Robert Walton lo encuentra. Ya es demasiado tarde para Frankenstein, y cuando desaparece, la criatura pierde los pocos gramos de razón de existir. Se ha dado cuenta de que su forma de ser y comportarse ha sido más terrible que su aspecto.
Aunque fácil de leer, haría falta una adaptación para poder ser leída por alumnos de 4º de la ESO, entre las disquisiciones morales y filosóficas, la falta de movimiento en muchos pasajes, la parte moralizante, aspectos que no han envejecido bien, y una cierta ingenuidad que no casa bien con los nuevos tiempos. Sin embargo, este clásico de la literatura de terror, que dio comienzo a la novela gótica, lo es por méritos propios, dando inicio a uno de los tópicos más transitados desde el siglo XX, por ejemplo por el cine.
Entramos luego en la novela y nos encontramos a un tal Robert Walton, de expedición al Polo Norte, que escribe cartas a su hermana, entre las cuales extraña tener algún amigo, algún alma elevada que comprenda la suya y con la cual poder abrir su corazón y su también elevado intelecto. Le rodea la morralla, y le asedia el aburrimiento (un poco snob sí que parece). Cuando peor pinta la expedición, se encuentran con un par de personajes extraños, entre los cascotes de hielo. Al segundo lo recogen, medio congelado el hombre. Cuando se recupera un poco, le cuenta su historia para que prevenir al joven Walton de los peligros de la ambición y del saber.
El hombre no es otro que Victor Frankenstein, un joven suizo estudiante de medicina en Ingolstadt (Alemania). A medio camino entre los horizontes filosóficos y los avances científicos, decide desafiar los límites del ser humano y jugar a ser Dios (la obra se subtitula el moderno Prometeo). Coge distintas partes de cuerpos muertos y, mediante el gran avance del siglo que era la electricidad, le insufla vida. Es cuando se da cuenta del espanto que ha cometido y huye. Cuando regresa, su criatura ya no está. Hasta aquí vendría la primera parte.
Tras una severa crisis nerviosa en la que su fiel amigo Clerval le asiste, decide volver a Ginebra. Allí le espera una familia entregada (salvo la madre, ya muerta) y una mujer, Elizabeth Lavenza, amparada por sus padres desde pequeña y que siempre ha tenido afinidad con Victor. Sin embargo, al llegar, y un poco rocambolescamente, se encuentra con que su hermano pequeño William ha sido asesinado. Y los focos de la culpabilidad apuntan a la bondadosa Justine, criada de la familia.
Enseguida Victor sospecha que su criatura está implicado, pero se calla como una p..., no dice nada, y ajustician a Justine. Así que nuestro torturado protagonista se reconcome si cabe todavía más. Cómo decir que ha dado vida a un monstruo de más de dos metros y que ese monstruo (o demonio, como le llaman frecuentemente) es el asesino. Cuando se reencuentre con él, en las alturas del Montblanc, alejado del mundanal ruido (la obra es hija de su tiempo, y bebe de todos los tópicos atribuibles a este periodo literario, el del Romanticismo: el próximo encuentro ocurrirá en un cementerio), dará comienzo a la explicación desde su punto de visto.
Pasamos a un tercer narrador en la historia, el propio demonio. Es la parte más interesante de la obra, sobre todo porque esta criatura tiene que aprender de cero, como si de un bebé se tratara, con la salvedad de que su entorno le devuelve la espalda. Es un monstruo horrendo que despierta el pavor allá donde quiera que vaya, por lo que aprende a refugiarse de los seres humanos.
Decide esconderse en el cobertizo de una familia refugiada que a duras penas sobrevive, aunque le muestran a la criatura la compasión y la bondad, además de enseñarle indirectamente a hablar (Safie, la prometida de Felix, tiene que aprender el idioma). Y es que el anciano ciego De Lacey es un modelo intachable de conducta, así como sus hijos Félix y Agatha. Como quiera que esta familia es intachable, la criatura se arma de valor y decide probar suerte. Si estas personas tan generosas y justas le dan la espalda, habrá perdido toda esperanza de encajar en el mundo.
Y el experimento resulta un fracaso, por lo que el demonio decide torturar a su creador, el que ha originado tanto dolor en su existencia. Viaja a Suiza (él se mueve de manera ágil y rápida, además de con fuerza sobrehumana) y trata de llamar la atención de su amo. Le pide una hembra como él a cambio de alejarse para siempre, y su elocuente discurso convence a Victor para ponerse manos a la obra. Para eso, viaja a una isla de Escocia, acompañado en principio de Clerval.
Con la "monstrua" a medio hacer, decide desdecirse, lo cual desata la ira de su criatura. Y aunque está bastante claro que su venganza se desatará contra los seres queridos que le quedan, y más cuando Clerval aparece muerto, el tonto'l haba de nuestro protagonista cree que será él la víctima de su ataque, en la noche de bodas con Elizabeth. A partir de ahí Victor lo perseguirá, y la criatura se divertirá dejando perseguirse, hasta que Robert Walton lo encuentra. Ya es demasiado tarde para Frankenstein, y cuando desaparece, la criatura pierde los pocos gramos de razón de existir. Se ha dado cuenta de que su forma de ser y comportarse ha sido más terrible que su aspecto.
Aunque fácil de leer, haría falta una adaptación para poder ser leída por alumnos de 4º de la ESO, entre las disquisiciones morales y filosóficas, la falta de movimiento en muchos pasajes, la parte moralizante, aspectos que no han envejecido bien, y una cierta ingenuidad que no casa bien con los nuevos tiempos. Sin embargo, este clásico de la literatura de terror, que dio comienzo a la novela gótica, lo es por méritos propios, dando inicio a uno de los tópicos más transitados desde el siglo XX, por ejemplo por el cine.
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