En la orilla. Rafael Chirbes. Anagrama

(440 páginas. 19,90€. Año de edición: 2013)
Chirbes es uno de los autores contemporáneos más interesantes, aunque solo sea por el esfuerzo de sus dos últimas novelas, Crematorio y esta, En la orilla, ambas ambientadas en ese Levante tan propicio para las tramas de corrupción urbanística. La novela, premio nacional de narrativa del año pasado, resulta igual de compleja y fascinante como su predecesora, aunque narre justo la cara opuesta de ese esplendor del ladrillo, basado en una burbuja inexistente que en algún momento tenía que estallar. Y tal y como le pasaba a Crematorio, por momentos el andamiaje estilístico es el peor enemigo para la lectura. Que levante la mano aquel al que no le ha parecido farragosa esa segunda parte, "Localización de exteriores", conformada por un monólogo interior interminable por parte de Esteban, entreverado de otras voces en cursiva.

La crisis que se nos relata más que la del país es la de las miserables personas que pueblan este extenso relato de escasa trama. Escasa y casi irrelevante (leyendo al autor en una entrevista, es algo premeditado), porque lo importante es dejar fluir esa voz narrativa impregnada de fatalismo y pesimismo. El marjal tan profusamente descrito es la mejor metáfora de este libro: una zona pantanosa, llena de lodo, de barro, de podredumbre, justo al lado del mar. Esa complacencia en mostrarnos personajes en su ocaso, llenos de cinismo y de bilis, por una parte resulta un enganche indudable, pero por otra satura porque todo es negativo.

Hablar de aciertos y errores es una temeridad del lector (casi como poner notas a los libros), pero las sensaciones al leer este extenso relato me hacen pensar en otros autores bastante densos (Javier Marías, Muñoz Molina) que no me provocan sin embargo esta sensación de fatiga, de alcanzar titánicamente el siguiente punto y aparte, la siguiente sección, la siguiente página. Al no avanzar apenas el reloj de los personajes, te encuentras dando vueltas casi siempre sobre los mismos temas: la vejez, el sexo, las apariencias, el paro, las desilusiones... Casi todos los retratos son veraces y no cuesta encontrar a algún conocido con el que podemos poner cara a esa descripción por medio de palabras, es cierto; pero también es cierto que hay casi un regodeo en la contemplación de la caída generalizada que se nos narra.

La principal es la de Esteban, un pobre hombre porque es engañado por casi todos los que le rodean: su amigo promotor Tomás Pedrós (representación de ese español sin moral, sin preparación ni escrúpulos, cuya única obsesión es mantener su elevado tren de vida), que le ha dejado en la ruina al embarcarle en un proyecto urbanístico que ha pinchado; la muchacha sudamericana Liliana (estupenda la introducción en estilo indirecto libre de su voz, mucho más conseguida que en el fragmento en cursiva hacia el final en el que extiende en primera persona su punto de vista), que cuidaba a su nonagenario (como mínimo) padre y que le sacaba dinero de una manera sutil; el que pudo ser el amor de su vida, Leonor, que acabó casándose con otro de sus amigos venidos a más, Francisco... Un hombre por otra parte marcado por el escaso afecto que recibe por parte de su padre, también carpintero como él (pero de más talento o de más interés en la madera); quizá por eso está tan  revenido y desesperanzado, tan podrido de envidia.

Pasamos también por las vidas de empleados de Esteban, como Álvaro (el que más tiempo lleva trabajando con él), Joaquín (el más hábil), Ahmed (buena persona, es el que encuentra los dos cadáveres del inicio (parte primera: "El hallazgo"), un recurso que no deja de ser más que una distracción dentro de la obra), Julio, Jorge... Pasamos por Carlos, Justino, Bernal y Francisco, los compañeros de partida (de mus, de dominó) que destripan a sus convecinos y cualquier asunto que se pase por sus charlas de bar (charlas no muy bien introducidas, no dejan de ser más monólogos en voz alta, no hay mucha intención de verosimilitud, se trata de dejarnos caer reflexiones y más reflexiones, el diálogo es la modalidad textual menos frecuentada en esta novela). Y pasamos por los hermanos de Esteban: el mayor, Germán (muerto de un cáncer de pulmón), que no quiso seguir los pasos de su padre y de su abuelo; Juan, más pequeño que Esteban, un calavera (uno de los más reconocibles, quién no ha conocido a alguien como él); o Carmen, el ojito derecho del padre, aunque a la postre solo preocupada como los demás por la posible herencia paterna...

Pasamos por todo eso y sin embargo la sensación es que navegamos por el mismo cauce siempre. Poco se avanza a lo largo de las más de 400 páginas, apenas hay progreso. Hay que volver a recordar que lo importante es ese fluir de la conciencia (o de las conciencias, muchas veces esas cursivas se antojan innecesarias o irrelevantes), ese acumular imágenes (casi siempre muy conseguidas, hay una cierta tendencia al barroquismo por parte de Chirbes), esa exhibición formal y estilística tan exigente y característica del autor, esa descripción tan acertada de un pueblo inventado como Olba que podría representar cualquier pueblo de la costa valenciana... Mucho ruido, mucho artificio, mucha exuberancia, pero poco contenido más allá de ese decadente y depresivo punto de vista de un artesano de la palabra, como se puede comprobar en casi cualquier fragmento que decidas extraer:
"la verdad estaba en que yo había empezado a salir con Leonor y era a ella a quien quería, aprendía a quererme a mí a través de ella. Aprendía mi cuerpo con cada parcela del suyo, y mi cuerpo cobraba valor porque formaba parte del suyo, era su complementario, pensaba que compartíamos dos cuerpos que no podían separarse ni vivir cada uno por su cuenta".

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