(304 páginas. 18€. Año de edición: 2012) |
«Dicen que un ser humano tarda poco más de ocho segundos en enamorarse, y mientras mirabas y escuchabas a aquella chica, sentiste hacia ella ese invencible afán de proximidad con que el amor se reviste cuando surge.»
En compañía de su hijo Silvio, Daniel recorre los parajes del Alto Tajo, lugar legendario en el que piensa esparcir las cenizas de su esposa. Son los mismos lugares en que el hombre y la mujer, en su primera juventud, compartieron una fuerte pasión amorosa. Al hilo de la caminata, el hombre recuerda su emocionante historia de amor, traición y arrepentimiento.
La prosa de José María Merino tiene tal poso de maestría y tradición que ya solo por eso merece ser leído. Léxico cuidado, vocabulario totalmente acorde con lo que está relatando (en este caso destacan las descripciones paisajísticas), sintaxis justa y precisa... Un manual de buen hacer para un escritor, vaya. Y esta vez se aleja de su habitual proceder (el relato corto, fundamentalmente de género fantástico) para ofrecer una historia íntima y realista.
La historia que se narra bordea algunos aspectos un tanto sentimentales (la bastante convencional historia de amor entre Daniel y Tere, la relación de estos con Silvio, su hijo con síndrome de Down) y por momentos se franquea esa puerta que deriva en pequeños pasajes culebronescos (no me terminan de convencer el lío con Carla, la hermana de Tere; el accidente de esta; ni tampoco cuando Silvio se pierde), pero la estructura de los capítulos (40, siempre comenzados con un mandala a los que Tere tanto estaba aficionada) más bien breves y la sabia dosificación de la trama mantienen el interés y provoca el efecto "un capítulo más, venga", a pesar de que te caigas de sueño.
Uno de los aspectos que reflejan la perfección formal de Merino es el tratamiento narrativo de la persona gramatical empleada para esta historia, una segunda persona dirigida a esa Tere que porta su hijo, en la urna con sus cenizas, pero sobre todo dirigida hacia sí mismo, en una autocrítica demoledora. En ningún momento cansa o agota, pese a que la dificultad para mantener esta opción un tanto forzada suele exigir una tensión extra. Por otra parte, transitamos por dos tiempos narrativos: el del presente, muy condensado (24 horas casi justas) en el que padre e hijo caminan por el paraje casi edénico del Alto Tajo para esparcir dichas cenizas, y el del pasado, desarrollado cronológicamente y con la efectividad de un buen pescador, puesto que consigue que los lectores mordamos el anzuelo tan bien preparado, a base de una progresiva revelación de datos relevantes.
El peso recae sobre el personaje de Daniel, que queda desnudado con sus pensamientos, reflexiones y su descarnado compromiso con mostrarse lo más sincero posible. Con frecuencia, asistimos al a expresión de los "dos Danieles" que le conforman, uno de ellos egoísta y que resulta muy antipático, aunque no deje de ser la representación de esas dualidades que a menudo nos conforman a todos (o casi todos). Cuántas veces no habremos querido obrar correctamente, y en cambio la bifurcación que emprendemos no deja de ser un atajo poco edificante. Sí, podemos condenar a Daniel por sus injustificadas decisiones con respecto a la que parece más recta éticamente, Tere, o por ese desapego respecto a Silvio en sus primeros años de vida, pero sería un ejercicio injusto además de estéril.
El coprotagonismo se lo podría llevar ese Edén al que se encaminan padre e hijo, revisitando un lugar que fue determinante dentro de la historia de amor entre Daniel y Tere. Sin duda, es la parte más rica literariamente, con una precisión lingüística y un poderío sensorial difícilmente igualable, además de contar con el mito del conde don Julián y su presunto tesoro escondido allí para añadir más matices, aparte de los propios que conlleva el elemento presente del río. Quizá el elemento menos conseguido son los diálogos, siempre expresados de manera directa a través de comillas, pero que resultan muy forzados y poco reales al no distinguirse del discurso de Daniel. Humanamente, el tratamiento a la enfermedad de Silvio, un personaje redondo y cautivador, está tratada con una gran sutileza y sensibilidad.
José María Merino consigue, pues, de esta forma aunar aspectos formales algo técnicos con elementos más tradicionales de manera que la lectura resulta siempre amena y sencilla, por momentos hasta deliciosa, pero a la vez planteando temas a veces difícilmente digeribles, como la propia existencia. Y además nos regala frases muy bonitas:
"La simpatía fue recíproca, porque durante el resto de la fiesta estuvisteis juntos (...), ese contacto primero (...) para tomar las medidas de su afinidad, eso que la gente llama química sin saber que tiene su ejemplo real en el mundo del a comunicación" (página 28)."Los momentos de amor siempre crean un olvido que, aunque sea pasajero, instantáneo, les da su especial dimesnsión fuera del tiempo" (pág. 51)"La humedad de la laguna pone en tus mejillas una sensación peculiar, una especie de aparente calidez que de repente se resuelve en una culminación fría como un picotazo. Un calor que es frío" (pág. 239).
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